Capítulo 33
1840palabras
2024-01-24 21:16
Capítulo Treinta y dos
Conversión
—Vlad Tepes—
Budapest, Hungría, año 1456.
Terrenos aledaños al castillo de la familia Hunedoara.
La oscuridad fue absoluta por mucho tiempo. Demasiado. No había nada que me rodeara, ni luz, ni cielo, ni suelo. Solo, suspendido en el espacio, en medio de remolinos sin sentido que me arrastraban más hacia el suplicio.
No tenía a dónde ir, ni dónde sentarme, ni dónde mirar. Solo estaba en ese hoyo sombrío, a ciegas, sordo y mudo, sin eco, sin sonido, sin nada.
El dolor me había entumecido cuando la sangre fue drenada de mis venas, dejándome frío, vacío, inerte y suspendido en el más amplio de los abismos.
Intenté regresar, ¿acaso había muerto? No sabía cómo funcionaba esto, pero imaginé que algo debía andar mal para no despertar y encontrarme sumergido en aquel infierno infinito. Iancu de Hunedoara me había convertido finalmente en un ser inmortal, sin embargo no recordaba qué había pasado luego.
Percibí que tiraban de mí con fuerza y todo empezó a dar vueltas. Creí que la agonía se detendría, pero cuando fui consciente de nuevo, me encontraba en el mismo estado. ¿Los vampiros experimentaban dolor? Eso era algo que no me esperaba, imaginé que el sufrimiento físico desaparecería con la mortalidad, pero aún estaba presente.
Abrí los ojos con lentitud y vi solo negrura. El aire viciado, mi respiración acelerada, un fuerte dolor en el pecho y el pulso palpitando en la sien.
Estaba vivo.
Quise levantar las manos y chocaron con algo duro. Tanteé la superficie lisa que había sobre mí y descubrí que se trataba de madera pulida, me percaté de que me encontraba dentro de un ataúd.
La desesperación se apoderó de mí e intenté buscar una salida, rasguñando la tapa de madera. Mi respiración se volvía cada vez más afanosa y creí que mis pulmones iban a estallar en cualquier momento. ¿Qué diablos sucedía? No podía entenderlo, se suponía que despertaría a mi nueva vida como inmortal en alguna habitación del castillo.
Cerré los párpados y procuré tranquilizarme. Mi último recuerdo era los colmillos del vampiro clavándose en mi cuello, la agonía que se había extendido por mi cuerpo y después la nada. Si estaba despierto era porque la transformación había funcionado, por lo que tenía que salir de allí como fuera; no iba a ser un inmortal enterrado por toda la eternidad.
Estiré los brazos y comencé a golpear las tablas. Luego de algunos golpes de puño la tapa del ataúd se astilló y quedó destrozada. Apenas se abrió, la tierra empezó a entrar al pequeño espacio donde me encontraba.
Inspiré aire otra vez, estiré las manos y excavé en el suelo oscuro y frío. Traté de salir por allí, a pesar del barro que entraba en mi boca y mis ojos, y amenazaba con enterrarme todavía más profundo. No dejé de luchar, moviendo los brazos como si nadara contra la corriente, mis dedos alcanzaron por fin la superficie. En un último esfuerzo logré llegar arriba y sentí que mi cabeza encontraba la salida y respiraba aire puro.
Me encontré tirado sobre la hierba boqueando como un pez fuera del agua y, al fijar la vista, un rostro conocido me devolvió la mirada.
Quise hablar pero ningún sonido salió de mi boca, por lo que me limité a observarlo. Mis extremidades no respondían, la escasa luz me lastimaba los ojos, el más mínimo ruido mortificaba mis tímpanos y las cortas inhalaciones de aire que se adentraban en mis pulmones parecían quemar su interior.
Medio inconsciente me tomaron de un brazo y me arrastraron hasta dentro del castillo. Me colocaron sobre algo mullido y blando; mi cuerpo había sufrido un cambio, pero aún me debatía entre la vida y la muerte.
No me moví, mis músculos estaban demasiado entumecidos para ello. Mi mente parecía la cinta de una película de terror destruida, donde las imágenes pasaban borrosas y confusas, en un orden que no pertenecía al real.
La puerta se abrió y pude ver una figura que entraba por ella. Caminaba despacio, con tanta lentitud que pareció demorar una eternidad en llegar junto a la cama. Su rostro me observaba y una persona que lo acompañaba mientras decía cosas que carecían de sentido, balbuceando palabras que llegaban a mis oídos y a las que no encontraba significado.
Me concentré en su charla hasta que, por fin, los sonidos sibilantes empezaron a cobrar forma en mi mente.
―¿No le parece que fue un poco… dramático? ―cuestionó la conocida voz de Esteban Barthory.
―Sí, creo que lo fue ―respondió alguien con tono pausado y tranquilo. Era Alejandro.
―Debería haberme dejado a mí ―dijo Esteban―. Yo también estaba dispuesto a convertirlo.
―Iancu lo pidió primero, estaba en su derecho y Vlad aceptó.
―Lo convirtió y lo enterró ―exclamó el príncipe con tono enojado―. ¡Su propio Sire, Alejandro! ¿Está dispuesto a hacerse cargo de él?
―Sí, va a encargarse de todo tal como debe ser ―respondió el vampiro con voz firme para marcar su autoridad―. Admito que no fue la mejor conversión, pero funcionó; Vlad es uno de los nuestros e Iancu le enseñará lo que debe saber.
―Vlad se vengará por esto.
―Iba a hacerlo de todas formas, ahora solo tiene un motivo más.
Se marcharon y cerraron la puerta dejando tras de sí un extraño gusto amargo y la tensión cargada en el aire.
Me abandoné a las sombras de nuevo. Comenzaba a experimentar una insaciable sed en mi interior que se incrementaba y me quemaba por dentro. Sabía que cuando despertara todo habría acabado y sería como ellos, un inmortal, un ser de la noche con poderes superiores a cualquier otro. Así podría, por fin, recuperar mis tierras, vengar a mi familia y aplastar a mis enemigos como si fueran hormigas.
El reinado del terror estaba cerca.
***
Hacía siglos que no recordaba mi conversión y no sabía con certeza por qué las palabras de Maia habían catapultado en mi cabeza las imágenes. Desde que dejamos la bahía aquello me atormentaba.
Aún no entendía cómo había logrado resistirme a ella. Maia había estado allí, en mis brazos, con una herida abierta en su hombro, ofreciéndome el néctar que despertaba todos mis sentidos. Incluso lo había degustado por unos segundos cuando mis labios se posaron sobre su piel y logré saborear la exquisitez deliciosa de su sangre.
Había oído el latir palpitante y desesperado de su corazón, su respiración lenta y acompasada. Para mí, en ese instante Maia solo había sido una red entretejida de venas y arterias en cuyo interior fluía el brebaje que más deseaba.
Sin embargo, en el último segundo, algo dentro de mí fue lo suficientemente fuerte como para apartarme de ella, mirarla de nuevo y ver a la muchacha que se suponía debía proteger.
Ahora al observarla dormir tranquila, con una confianza absoluta en mí, supe que por más tentación que fuera, no intentaría morderla otra vez. Había cometido un error, era consciente de ello, ahora no solo me llamaría su aroma, sino también su sabor que permanecería dentro de mí para siempre. Pero no podía revertir lo sucedido, solo mantenerme alerta para que en el futuro ella nunca volviera a temerme.
La confusión que tenía era enorme. No sabía con certeza qué me había llevado a detenerme para no matar. Peor aún era el hecho de que nadie, en mis casi seiscientos años de vida, me había hablado como ella esa noche. Escucharla tan segura de sus palabras al decirme, con ojos sinceros, que creía en la salvación de mi alma, me había desconcertado.
Intenté buscar un significado. ¿Había comparado mi sufrimiento con la lucha interna que cada persona lleva a diario? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿No entendía ella lo irresistible que era la sangre para nosotros, lo seductora que podía resultar? ¿Con qué podía compararse eso trasladado a un simple mortal?
Rebusqué una respuesta. Por un lado podía resultar simple, sabía lo que era ser humano, cuáles eran los sentimientos de los que ella hablaba: pasión, odio, lujuria, envidia, venganza, ira. Entendía a lo que se refería cuando decía que todos los humanos desarrollan en su interior una lucha por intentar hacer lo que creen correcto, por no dejarse dominar por las pasiones desordenadas e intentar guiarse por la razón y los buenos sentimientos.
Sin embargo, ¿acaso los de mi raza no sentíamos lo mismo si nos dejábamos llevar por nuestros instintos? Sumado a ello, por supuesto, el hecho de que al convertirnos nos volvemos en algo mortífero, irresistible y manipulador, capaz de conseguir cualquier propósito. Nuestras pasiones no es solo un apasionamiento enardecido, son instintos vampíricos en el estado más puro, de la naturaleza más baja que podría imaginar el ser humano.
La existencia de un ser superior, como ella lo había llamado, fue algo que nunca cuestioné. Nací y viví en época de cruzadas y fui testigo durante toda la historia de la lucha religiosa que se llevó a cabo en el mundo. Lo único que sabía con certeza era que desde que había escogido esta vida, me había alejado de esa divinidad para siempre.
¿Para qué interesarse por la inmortalidad del alma si nunca moriría? ¿O acaso no era eso lo que también pensaban los humanos con su corta vida? Carpe Diem, como dirían los romanos, «vive el día», no te preocupes por el mañana, ni lo que pueda suceder después, vive el ahora.
¿Qué podía esperar para un alma que se había corrompido por la codicia, la sed de poder, el odio, la venganza y los celos hasta el punto de decidir atarse a esta tierra para siempre? Si había que hablar de cuestión de tiempo, hacía demasiados años que me había corrompido y cometido los actos más atroces que alguien puede hacer para condenarse.
¿Qué clase de salvación podía esperar, qué redención podía existir para mí?
Ninguna, por supuesto. Mi esfuerzo por alimentarme de una forma que no fuera dañina, se debía a lo que había aprendido a lo largo de los años, a intentar llevar una vida entre humanos, convivir con ellos, no verlos sólo como un canal de venas y arterias.
Había vivido el sufrimiento que les causaba, la muerte cuando sus ojos se paralizaban en el vacío y sus labios exhalaban su último aliento, la desesperación de su mirada y, por último, la resignación. Fui testigo y causante del dolor, la decepción y la tristeza.
Desvié la atención hacia Maia y no pude evitar sonreír al pensar que ella podía ver algo bueno en mí. Sabía que era especial, lo había comprendido en el momento en que vi su aura. Por eso debía protegerla, no podía permitir que cayera en manos de alguien tan maligno como Camilla para que la destruyera. Si de algo estaba seguro era de que el alma de esa muchacha era lo más importante, y si yo dejaba que corrompieran a alguien tan pura como ella, cometería el más atroz de todos mis delitos y me convertiría en algo peor que un monstruo.
Solo quedaba un interrogante, ¿cómo haría para salvarla?