Capítulo 25
2240palabras
2023-11-08 21:13
Capítulo Veinticuatro
El Empalador
Valaquia, Rumania, año 1457

La lenta música sonaba suave, melodiosa y atrayente, como si aquella noche fuera especial y el universo entero hubiera conspirado para atraer las cosas más bellas a ese lugar. No era solo la hermosa melodía, sino también el pulcro paisaje que se extendía a través de los inmaculados jardines.
Sin embargo la belleza no terminaba allí, los exquisitos vestidos de las mujeres de sociedad atiborraban el lujoso salón y los rostros afables y llenos de vida contagiaban con su alegría. Entre todos ellos el más hermoso, el más perfecto, aquel ser dotado de un atractivo exótico que robaba la mirada de más de una de aquellas mujeres, e incluso varios hombres; y hacía suspirar a todos, anhelar un simple roce de manos o un insignificante cruce de miradas.
Para mí aquella noche solo existía una de ellas que me atraía de manera indescriptible y me hacía desearla más que nada en el mundo; la que sería la afortunada de estar en mis brazos y vivir una experiencia única, objeto de sus más íntimas fantasías.
―Madmoiselle. ―Me detuve ante mi víctima―. Está usted más hermosa que nunca ―me esforcé en hacer uso de toda la sensualidad que había aprendido a utilizar en los pocos meses en que había nacido a mi nueva vida.
―Gracias mi señor ―respondió ella con sus mejillas teñidas de rojo―. Y usted tan galante como siempre —. Me regaló su mano y nos adentramos a la pista. El baile se tornó más alegre y nuestras figuras se perdieron entre la multitud. Luego comenzó una melodía lenta y ambos nos apartamos hacia un salón no muy lejano.
—¿Hasta cuándo piensa quedarse su familia en el condado? ―pregunté cuando nos encontramos solos, sentados en un sillón de terciopelo carmesí. Le sostuve la mirada unos segundos, pero la pequeña no soportó mucho y apartó la suya con las mejillas encendidas. Era satisfactorio ver lo fácil que las presas caían, un juego de seducción mortal que ellas no comprendían hasta que era demasiado tarde.

―Solo unos días más.
―Es una pena que deba marcharse… ―Me acerqué a la muchacha y ella se estremeció. Anhelaba tenerme cerca, dentro suyo se había despertado un deseo intenso que nunca había conocido en sus cortos quince años de vida. Podía sentirlo.
―Sí ―replicó―. Aquí he descubierto cosas que nunca imaginé. Hay una belleza extraña en este lugar, atrapante ―lanzó una nueva mirada hacia mí, incrédula todavía de tener la suerte de encontrarse en aquella fiesta con el príncipe de Valaquia.
―Me pregunto si no le gustaría descubrir más cosas. Yo podría enseñarle. ―Acorté con lentitud la distancia que nos separaba. La chica se inquietó por el simple acercamiento, pero no atinó a levantarse, se quedó allí acorralada, con mis penetrantes ojos clavados en los suyos.

―¿Qué podría usted enseñarme, mi señor? ―. Esbocé una débil sonrisa que dejó entrever mi perfecta dentadura. Detrás de su piel blanca y suave podía percibir cómo la sangre le fluía con fuerza. Aún no me acostumbraba a esa exquisita sensación de pasión que sentía al oír el latir de un corazón desbocado y oler el elíxir rojo de su cuerpo.
―Podría enseñarle el mundo, mi pequeña dama. Podría sacar el velo de sus ojos y descubrirle a un universo de fantasías que siempre deseó conocer. Llevarla en un viaje donde sus más íntimos anhelos se volvieran realidad ―susurré a su oído. El tono sensual de mi voz hizo el trabajo que quedaba ante aquella joven casi carcomida por sus más bajos instintos.
―Enséñeme, mi príncipe ―suplicó.
Con la sonrisa todavía bailando en mis labios acerqué mi rostro. Primero la besé con delicadeza para dejar que saboreara la fruta prohibida que le ofrecía, para que se encendiera en su ser las ansias más. Dejé que mi saliva se mezclara con la suya, logrando así que aquello que fuera que ahora contenían mis fluidos y hacía que mis presas quedaran desprovistas de voluntad propia, ingresara en su organismo. Mis labios llegaron a su cuello, bajaron hasta el escote del vestido y lograron arrancar un pequeño gemido de satisfacción de su garganta.
Recorrí el camino hasta su pecho y ella se abandonó al placer que le producían mis besos. Su piel se erizó como nunca lo había hecho, hasta el punto de hacerle perder la cordura.
Volví a detenerme cerca de la base del cuello, ante mis ojos todo se había teñido de rojo y solo veía un torrente de venas azules recorrer su camino, invitándome, llamándome a desgarrarlas y liberar el néctar delicioso que me ofrecía. El latido de su corazón era frenético y eso logró que mi pecho rugiera ante el hecho de probar su sangre; sentí mi erección presionar el pantalón ante la excitación de corromper y destrozar ese cuerpo impoluto para revelar el ansiado brebaje. La sed se incrementó a medida que notaba su cuerpo caliente, veía sus mejillas teñidas color escarlata y oía el golpeteo de sus latidos reverberar contra su caja torácica.
―¡Oh, mi príncipe! No quiero irme, no quiero alejarme de usted ―susurró con voz ahogada por la satisfacción.
―No te preocupes mi niña, no dejaré que vayas a ningún lado ―respondí mientras la besaba de nuevo. Ella disfrutó aquello apenas unos segundos hasta que un profundo dolor le atravesó el cuello, haciéndola lanzar un grito ahogado. Mis colmillos rasgaron su fina piel y se hundieron en su carne, dejándome saborear por fin el preciado bálsamo que su cuerpo mortal me ofrecía. La espléndida sensación de la carne al desgarrarse, el delicioso sabor de su tez debajo de mis labios y el éxtasis que me producía aquel brebaje al entrar en mi organismo y mezclarse con mi propia sangre. Todo en mi interior se movilizó y no pude evitar lanzar un suspiro de placer mientras mi cuerpo se estremecía junto al de la muchacha.
―¿Qué...? ―balbuceó ella, sin entender qué sucedía. Ahora era yo el que gruñía a causa de la excitación y con movimientos fuertes apresé sus manos y tapé su boca para evitar que comenzara a gritar. Pronto la fuerza no hizo falta porque la víctima dejó de retorcerse.
Me aparté y vi su rostro horrorizado ante la expresión de mis ojos, que ahora debían lucir feroces, casi diabólicos, que la hipnotizaban y aterrorizaban al mismo tiempo.
―¿Por qué…? ―susurró apenas consciente.
―Porque eres deliciosa ―respondí mientras atrapaba los hilos de sangre que teñían mi barbilla―. Tan deliciosa y perfecta. Tu aroma… ―Me acerqué a ella y olisqueé el aire a su alrededor―, tu cuerpo, tu blanca piel suave ―acaricié sus piernas y seguí las curvas de sus caderas―, tu sangre… ―lamí el líquido carmesí que escapaba de aquellos orificios hechos por mis crueles colmillos―; me llama, me excita, me enloquece, me incita a desgarrarte para hacerte mía.
―No ―sollozó la muchacha sintiendo ahora un beso mortal en su pecho.
―No llores. ―Llevé una mano a sus labios.
Mi ser se había reactivado ante la deliciosa cena, cada uno de mis sentidos se encontraba alerta y mis músculos se tensaban. El latido de mi corazón, demasiado débil para cualquier ser humano, resonó en mis oídos y sonreí con satisfacción mientras dejaba a un lado el cuerpo inerte de la muchacha.
Era hermosa y pensé que me hubiera gustado disfrutarla un poco más antes de terminar con ella, pero aún no sabía controlar mi deseo insaciable ni cómo convertir a alguien para ser mi compañero. De todas formas era muy pronto para atarme a una chiquilla, no quería la responsabilidad que acarreaba el acto de conversión ni ser sire de nadie. Yo mismo todavía me encontraba en la etapa de aprendizaje y de experimentación ante estas nuevas sensaciones.
Abandoné el salón y me dirigí a la salida. Los que me vieron pasar me presentaron sus respetos, pero luego continuaron con la fiesta. Subí al caballo y me alejé al galope por el sendero rodeado de nieve. Pronto había a mi lado un lobo gris que me seguía con insistencia. Sonreí al notar que ya hacía una semana que el animal me acompañaba adonde fuera, al parecer el pacto había funcionado. El lobo gruñó y clavó sus ojos en los míos. Me mostró sus dientes en una clara señal de rebeldía, pero no me importó, todavía tenía tiempo para domesticarlo a mi antojo; la conexión todavía era muy débil y debía fortalecerla.
―¿Qué tal la fiesta, mi señor? ―preguntó uno de los sirvientes cuando me apeé de la montura y me dirigí a grandes zancadas hacia la puerta del castillo.
―Aburrida, como siempre ―respondí quitándome la capa y entregándosela. El criado titubeó unos segundos antes de hablar, sopesando cuán mala había sido la fiesta y si le convenía decir lo que tenía que decir―. Habla ―ordené con impaciencia.
―El voivoda Barthory lo espera en la sala oeste, mi señor ―musitó con la mirada baja. Asentí en silencio y el hombre se apresuró a alejarse de mí.
Esperaba esa visita, sabía que tarde o temprano llegaría y no temía hacerle frente. Ahora yo también era uno de ellos y podía medirme con sus mismas armas.
―Barthory ―le saludé al entrar a la estancia, me coloqué frente a él y le estreché la mano.
―Príncipe Vlad. Imagino que sabes qué es lo que me trae por aquí.
―Tengo una vaga idea. ―Atrapé su mirada con la mía.
―La muerte de Iancu ―murmuró desafiante―. Tu propio sire, Vlad.
―Murió en batalla.
―Sabes que es prácticamente imposible que los nuestros mueran en batalla ―contradijo Barthory.
―Los accidentes pasan. ―Acerqué mi rostro al suyo―. Creí que no teníamos reglas, solo mantener el secreto y eso ni siquiera es una regla sino más bien una pauta a seguir. Somos seres solitarios, lo dijo Alejandro una vez y ahora lo comprendo. No tenemos a nadie que nos gobierne así que no permitiré que vengas a cuestionar mis acciones, Esteban. Los que elegimos esta vida la llevamos según nuestras propias reglas.
―Alejandro está aquí ―susurró Barthory al cabo de unos segundos―. Quiere verte.
El nombre me hizo retroceder en la silla, no temía a Alejandro, lo respetaba más que a cualquiera.
―Hazlo entrar entonces ―repliqué con voz fría.
Esteban se levantó y salió por la puerta; al cabo de un minuto había allí otra figura que entró con sigilo y se sentó en el lugar que antes ocupaba el otro. Los ojos profundos de Alejandro se posaron en los míos, su rostro estaba serio, duro como una estatua, sin expresión alguna. Me escrutó durante unos segundos y luego bajó la mirada hacia la mesa para hacer un dibujo invisible con sus dedos sobre ella.
―¿Lo hiciste? ―preguntó por fin.
―Sí ―respondí con firmeza―. Y creo que desde un principio supiste cuáles serían mis intenciones hacia Iancu. Traicionó a mi familia, mató a mi padre, mandó enterrar vivo a mi hermano y me arrebató las tierras cuando intenté recuperarlas. Cuando me acerqué a él prometiéndole obediencia fue solo una estrategia para destruirlo. En el camino descubrí cosas increíbles y tomé provecho de ello.
―Lo imaginé ―asintió con tranquilidad―. Pero él insistió. Uno de sus defectos era que confiaba demasiado en sí mismo y sus aptitudes, espero que no hayas aprendido ese error de él ―levantó la mirada y no aparté mis ojos de los suyos―. Te he visto Vlad, desde que te iniciaste y tomaste tu reino nuevamente. He visto en lo que te has convertido y de lo que eres capaz.
―Hago lo que creo correcto por mi pueblo ―respondí a la defensiva―. No vas a decirme que tú no hiciste lo mismo cuando estuviste en la cima del mundo, Alejandro. Disfruto mis días de gloria como lo que soy, sé que después tendré que cambiar y convertirme en otra persona y entonces mi nombre se perderá.
―La mayoría de los nuestros pasó por esto antes y no voy a impedírtelo, más tarde verás lo que has hecho y lo que has sido y aprenderás de tus errores. Tenemos una eternidad por delante para cambiar, amoldarnos, aprender. Podemos vivir la historia del mundo como ningún otro ser. Dime una cosa Vlad, ¿puedes ver mi aura? ―preguntó.
Asentí con un movimiento casi imperceptible que él no pasó desapercibido.
―Tal como lo imaginé. El desarrollo de tus poderes ha mejorado, pero no ha llegado siquiera a la mitad de lo que debe ser. Cuando pase tu tiempo de gloria entre los mortales y te canses de errar por el mundo bebiendo sangre, búscame, puedo enseñarte muchas cosas.
―¿Dejar de deleitarme con los mortales? ―dije a modo de burla.
Alejandro sonrió y luego se puso de pie.
―Solo búscame ―agregó antes de salir por la puerta sin hacer ruido.
Afuera se oyeron los gritos de algunos prisioneros que habían sido capturados en batalla. Miré por la ventana y observé las antorchas que iluminaban la enorme jaula de madera donde se hallaban los cautivos. A un costado había un campo que se extendía hacia el bosque y en el cual ya se había talado algunos árboles.
De pronto decidí que la ejecución de los traidores debía hacerse lo antes posible, mi sangre bullía ante el hecho de verlos morir agonizantes. Salí de la habitación para dirigirme al exterior y mandé a mis hombres que prepararan a los prisioneros. De los trescientos se ejecutaron doscientos cincuenta, el resto fue enviado a un sótano oculto en el castillo, a la espera de que el monstruo los visitara para alimentarse de ellos.