Capítulo 24
2549palabras
2023-11-01 22:02
SEGUNDA PARTE
Una sombra se apodera de mi alma, mi ser y mi mente. Entra despacio, tanteando el terreno, a sabiendas de que ante el menor ruido pierde. Es oscura, negra, infame, fría y espesa.
Es la sombra de la inseguridad, la incertidumbre, la nostalgia, la tristeza, el dolor y la soledad. Me aqueja, me adolece, me entristece, me golpea, me seca y me mata. Lentamente, sin rastros ni huellas, me entorpece, consume mi alegría, oscurece mi corazón, me marchita el alma y me quita las ganas de vivir. Me hace sentir pequeña, sola, abandonada en una frívola calle sin luz, sin amor ni amistad, sin presente ni futuro, sin recuerdos ni ideales, sin pasado ni vivencias.

¿Qué es el amor? ¿Qué es la amistad? Solo sentimientos arraigados en el alma humana que se empeñan por ocupar nuestra existencia, por dirigirnos, por guiarnos en el sendero de la vida, porque ¿qué nos guía si no es el amor? Tal vez sea el poder, la codicia, la avaricia, el egoísmo; ¿y qué son sino también sentimientos arraigados en el alma humana? Que matan, asustan, alejan, que destrozan el amor y la amistad, que luchan, se chocan, se entrecruzan y golpean.
Solo el ser humano tiene la capacidad de matarse y matar, de herirse y herir, de abandonarse y abandonar. Una sombra, una simple sombra que se arraiga en mi alma y mata mis sentidos, que me tortura y destruye mi corazón. Una sombra que tiene un solo nombre: LA TRAICIÓN.
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«¿De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero si pierde su alma?»
Evangelio de San Marcos cap. 8 versículo 36
«El único lugar en que puedo ser realmente derrotado es en mi alma;

solamente mis pasiones pueden consumirme.»
Crane
«Todas las pasiones son buenas cuando uno es dueño de ellas,
y todas son malas cuando nos esclavizan.»

Rousseau
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Capítulo Veintitrés
El hijo del Dragón
—Vlad Tepes—
Budapest, Hungría, año 1456
Aquel crepúsculo con sus matices rojizos y naranjas era un deleite para cualquiera que se detuviera a verlo. La brisa apenas movía las copas de los árboles, como una danza a punto de comenzar, y el rocío de la noche aún permanecía cristalizado en las hojas que oscilaban en sus ramas.
Nadie veía el paisaje. El sol comenzó a aparecer en el horizonte y, al cabo de unos minutos, ya brillaba con fuerza, bañando con sus dorados rayos el camino de los viajeros.
Así pasó un amanecer más en aquella lejana tierra casi desolada y ninguno de los habitantes ni siquiera regaló un segundo de su tiempo para deleitarse con la belleza que los rodeaba.
El lugar era hermoso, nadie podía negarlo. Los pueblerinos vivían el día a día entregados a sus quehaceres diarios y no podían imaginar nada fuera de lo normal en sus comunes y rutinarias vidas.
Estar detrás de la ventana de ese antiguo castillo, y observar el paisaje y a los pobres campesinos labrar sus cultivos, solo lograba que deseara con más ahínco el momento en que pudiera volver a mi tierra y tomar lo que era mío por derecho. Mi nombre, Vlad Tepes III, volvería a sonar en el mundo.
El sonido de los cascos del caballo resonó por el camino y anunció la llegada del que estaba esperando. Fue entonces cuando el revuelo tuvo su lugar entre la gente mientras todos corrían nerviosos a sus puestos, casi excitados, ante la inminente llegada del caballero.
La enorme puerta de la muralla se abrió con un chirrido y el silencio reinó en el lugar cuando las ancas del animal traspasaron el puente. Tan solo se percibía el fuerte caminar del alazán, su respiración y el tintineo de la espada que el jinete llevaba colgada a un costado.
Cuando el noble llegó a la entrada del castillo, detuvo su montura y se apeó con agilidad. Sus pies apenas rozaron el piso y el polvo se levantó ante su rápido y seguro caminar. El gentío comenzaba a admirar el porte del hidalgo cuando este ya se encontraba dentro.
Recorrió el largo y tenebroso pasillo acompañado por una escolta. Se demoraron unos minutos en llegar al final, donde se toparon con una enorme puerta doble de madera maciza. Los guardias se hicieron a un lado para dejar que el caballero pasara; lo que allí sucediera solo le incumbía al visitante y a mí, que esperaba con ansias el encuentro.
Al entrar tuvo que parpadear unos segundos para acostumbrarse a la luz. Venía por un corredor apenas iluminado con antorchas y ahora se encontraba en una habitación en la que la luz se filtraba a través de los enormes vitrales de colores.
La capa le ondeaba con gracia al caminar y una oscura capucha le cubría el rostro, donde se podía ver un largo mechón de cabello negro que le sobresalía entre las ropas. Dejó caer la caperuza hacia atrás y quedó descubierto ante mis ojos un rostro de tez pálida, rasgos finos y expresión feroz. Conocía muy bien aquel semblante.
―Vlad Tepes. ―Hizo una reverencia que pareció burlesca.
―Bienvenido Iancu de Hunedoara. ―El saludo salió de mis labios de forma despectiva, pero me incliné ante él para demostrarle obediencia―. Agradezco el viaje que habéis hecho hasta aquí ―señalé una silla para que se sentara.
―Sabéis que he esperado ansioso vuestro llamado. ―Esbozó una sonrisa de autosuficiencia.
―Lo sé, nuestra última charla quedó grabada a fuego en mi memoria ―respondí sin apartar mis ojos de los suyos. Tenía una mirada penetrante y amenazadora que imponía respeto y algo de temor, sin embargo yo no le tenía miedo, solo sentía curiosidad por él.
―Puedo imaginarlo, ese encuentro debió significar una gran revelación para usted Admito que al principio fui escéptico sobre el hecho de que conocieras a los nuestros, pero vuestro nombre ha resonado demasiado como para que pasarais desapercibido.
―Agradezco que hayan decidido fijarse en mí, saben que mi meta es volver a mi tierra y recuperar lo que fue de mi padre.
―Sabemos todo sobre usted y su familia Vlad Drăculea. Sentí reticencia a estrechar lazos sabiéndome el asesino de su padre y hermano, pero al parecer sabe reconocer una buena oportunidad cuando se le presenta.
―Mi padre fue un hombre de honor, pero con muchos enemigos detrás de las alianzas y protecciones que pudo tener y eso desencadenó su muerte. Mi forma de honrarlo es recuperar el reino por el que tanto luchó.
―Es joven y tiene sed de poder, Vlad, admiramos eso, pero, ¿está seguro de querer ser uno de los nuestros? Sabe lo que significa y lo que implica.
―Para mí es el camino a la gloria. Estuve en la corte musulmana durante varios años, me vi obligado a obedecerlos, a aprender sus costumbres. Era un prisionero de guerra, la garantía de una alianza, y aún así aproveché la ocasión para acercarme a ellos. Volví a mi tierra con la esperanza de poder ocupar mi trono y la encontré devastada, en manos de Vladislav. Luché por ella, gané la batalla, tomé lo que me pertenecía en justa ley, sin embargo me la arrebataron. He buscado durante años la forma de derrotar a todos aquellos que me impidieron tomar lo mío, algo que solo voy a lograr con lo que los suyos me ofrecen.
―Si su decisión está tomada no hay más que decir ―replicó Iancu dirigiéndose hacia la puerta―. Esta noche se forjará su destino.
***
Budapest, Hungría, castillo de la familia Hunedoara.
La aldaba golpeó la puerta con un fuerte estruendo. Se trataba de un portón enorme, de madera oscura, tallado con extrañas figuras algo retorcidas y rostros aterradores. Ningún sonido llegó de adentro, pero el pórtico se abrió con un chirrido y dejó al descubierto el camino hacia el interior.
Traspasé el umbral, la capa de color negra ondeaba detrás de mí junto con otra color verde bordada con la figura de un reptil alado. De mi cuello colgaba aquel medallón con la insignia de la Orden del Dragón a la que mi padre había pertenecido. Era de plata, redondo, grande y ostentoso, con dicho animal aovillado con la cola enroscada en su cuello; tenía las fauces abiertas en muestra de amenaza, con la lengua viperina al descubierto.
La habitación se encontraba vacía y solo estaba iluminada por antorchas diseminadas a diestra y siniestra. Con un golpe la hoja de madera se cerró detrás de mí y di unos pasos hacia adelante hasta llegar al centro de la estancia.
De pronto alguien apareció de entre las sombras y se acercó con cautela. Llevaba un traje color azul opaco e hizo una leve reverencia al llegar a mi lado. Se volteó haciéndome señas para que lo siguiera y, apenas comencé a caminar, otra figura se colocó detrás a modo de escolta.
Recorrimos los corredores en tinieblas, sin un sonido ni una palabra. El lugar era tan frío que me hizo temblar a pesar de los abrigos que llevaba. Sin embargo no me detuve, ni titubeé un segundo. Sabía lo que me esperaba y qué era lo que quería, lo que había estado buscando.
Por fin mi escolta se detuvo frente a una puerta y se movió a un costado. Sin dudar tomé el picaporte y abrí. El salón, en contraste con el resto del castillo, estaba muy iluminado. Había varios sillones en semicírculo frente a una enorme chimenea donde danzaban las llamas rojizas que iluminaban los rostros de los presentes, entre ellos Iancu, mi anfitrión de esa noche. Uno se levantó apenas crucé la puerta y se acercó a mí. Todos vestían trajes oscuros y capas negras o rojas. Sus pálidos semblantes se volvieron hacia mi persona y sus ojos me escrutaron desde lejos.
―Vlad Drăculea, el hijo del dragón —saludó el que se había puesto de pie.
―Voivoda Esteban Bathory ―respondí con un asentimiento.
―Es un placer tenerle entre nosotros. Venga y siéntese. ―Esteban señaló un sillón vacío.
Me acerqué al grupo y ocupé mi lugar, sin dejar que me intimidaran aquellas miradas inquisitivas y penetrantes, ni la perfección sobrenatural de sus rostros.
―Iancu y Esteban han hablado muy bien de vos ―dijo un individuo de largo cabello rubio. A diferencia del resto, su rostro denotaba una tranquilidad tan absoluta que contagiaba. No había rastros de amenaza en su expresión y su voz sonó dulce y acogedora, como un amigo de muchos años. Noté que los demás parecían admirarlo de forma especial, cosa que me asombró tratándose de criaturas tan especiales. Pero entendía por qué lo hacían, ese ser destacaba de forma evidente, no solo por su marcada belleza ni la profundidad de su mirada azul, sino también porque su presencia parecía ocupar toda la habitación. Era casi omnipresente, como un dios pagano.
―Me alegra oír eso.
―Déjeme que le presente al resto: Ethele, Temujin, Harald y ya conocéis a Iancu y Esteban. Yo soy Alejandro. ―Resaltó su nombre y luego se inclinó sobre el sillón, su larga cabellera rubia cayó hacia adelante como una cascada y esbozó una sonrisa, dejando a la vista sus perlados colmillos. Los demás hombres hicieron un movimiento con la cabeza a modo de saludo, a lo cual respondí con respeto.
―Es un placer para mí estar aquí. ―Me dirigí a Alejandro ya que parecía ser el líder o por lo menos el más respetado.
―Créame que el placer es nuestro, pocas veces conseguimos adeptos de manera voluntaria, aunque debo admitir que es la mejor forma de hacerlo. Intentamos regalar estos dones a aquellos que creemos pueden utilizarlos de forma especial, que pueden llegar a destacarse, como todos en esta habitación. No es elitismo, sino una forma de preservar nuestra raza a los mejores. Dígame Vlad, ¿qué le ha contado Iancu de nuestro grupo además del hecho de la inmortalidad?
―Todo lo que creyó que debía saber, la iniciación, el entrenamiento y algunas de vuestras reglas.
―¿Y qué me dice de nuestra alimentación, supone ello alguna molestia para usted?
―En absoluto, si es el precio a pagar, estoy dispuesto.
Mis ansias de convertirme en esos seres y ser superior a los demás se acrecentaba a medida que Alejandro hablaba, el solo hecho de ver su increíble presencia me incitaba a querer más.
―Unas aclaraciones ―replicó haciendo un gesto con una mano hacia Iancu que estaba a punto de levantarse del sillón―. Le daremos la inmortalidad, sabe lo que conlleva aparejada, no es una vida sencilla. Pero es lo que ha elegido. Solo tenemos una regla inquebrantable entre nosotros y es mantener en secreto nuestra naturaleza. No me refiero a no utilizar sus poderes, sino al hecho de mostrarse abiertamente como uno de los nuestros. Puedo asegurarle que conseguirá recuperar sus tierras y podrá reinar en ellas, aunque con el paso de los años deberá desaparecer y simular su muerte. ¿Cuántos años tiene?
―Veinticinco.
―Bien, tiene quince o veinte años, depende de usted y del cambio que pueda producir en su físico en ese tiempo. No envejecemos, pero podemos alterar algunos rasgos de nuestro cuerpo para mantenernos más tiempo en un mismo lugar. Sin embargo, llegado cierto punto, deberá desaparecer para no levantar sospechas. ¿Está claro? Nosotros no somos una sociedad, Vlad, somos solitarios y nos gusta nuestra independencia, pero si decide que sea uno de nuestro grupo el que lo convierta, debe seguir estas reglas.
―Así será ―asentí. Alejandro me observó unos segundos y luego esbozó una débil sonrisa.
―Bien, entonces bienvenido a nuestro mundo, hermano. ―Estiró su mano hacia mí la cual estreché con fuerza―. Iancu ha pedido ser su sire, así que será él quien se encargue de usted.
―Acompáñeme ―dijo Iancu poniéndose de pie. Lo seguí afuera de la sala hacia una habitación que quedaba en el ala norte, en la otra punta del castillo. El voivoda se detuvo y entramos a una habitación. Adentro había dos muchachos jóvenes con el torso descubierto y unos finos pantalones blancos y dos jóvenes vestidas sólo con una túnica transparente que dejaba entrever sus atributos. Los cuatro estaban apostados sobre unos finos almohadones sobre una alfombra de piel de oso. Sus miradas se veían algo afiebradas y su tez estaba un poco más blanca de lo normal. Se los veía excitados ante mi llegada, algo que me descolocó un poco.
―Cuando despierte a su nueva vida va a necesitar alimentarse ―replicó mi anfitrión. Hizo una seña y me recosté en medio de los jóvenes, sobre la alfombra. Sin demora las chicas comenzaron a quitarme la ropa mientras los dos muchachos la iban dejando a un costado. Quedé solo con el pantalón, casi desnudo ante ellos, que aprovecharon para acariciar mi piel y darme a beber un vino dulce, delicioso y espeso. En el momento mi cuerpo comenzó a reaccionar ante su toque y la sangre empezó a fluir de forma acelerada, Iancu se escabulló entre ellos y se colocó frente a mí. Acercó su rostro al mío y lo tomó entre sus manos. Sus labios tocaron los míos y sentí que me excitaba de una manera que nunca había experimentado. Cuando se separó y volví a mirarlo, sus ojos relucían de un color rojizo y su rostro había demudado hacia una expresión feroz que casi me hizo retroceder.―. Cuando despiertes, verás el mundo a través de los ojos de un vampiro ―sonrió antes de apresarme con sus manos y clavar sus colmillos en mi cuello.