Capítulo 15
1164palabras
2023-10-12 08:15
Capítulo Catorce
Canis Lupus
Me cubrí la cara ante el inminente ataque.
Pasaron interminables segundos hasta que sentí el sonido de un golpe. Volví a mirar y allí vi a un conocido lobo gris que se había interpuesto al ataque. Observé cómo se mordían, se rasguñaban y se desgarraban, sin soltar ninguno a su presa.
El lupino negro era más grande que el gris y su ferocidad era casi brutal. Trabó sus mandíbulas en el cuello del otro y luego lo arrojó varios metros por el aire. Sin poder evitarlo me encontré llorando apoyada contra el tronco de un árbol. A mi izquierda surgió el lobo blanco, que en rescate de mi amigo herido, se enfrentó al negro. La bestia forcejeó unos segundos, pero después pareció decidir que no estaba preparado para otra lucha y escapó, seguido del majestuoso animal blanco.
Quedé allí tirada hasta que me percaté de que mi salvador seguía parado frente a mí.
―Salvaste mi vida. ―Estiré la mano y acaricié su pelaje plomizo, ahora manchado de sangre.
El lupino emitió un leve gruñido y se volvió para adentrarse entre los árboles. Se detuvo junto a dos troncos viejos y tapados por la nieve y me observó, a la espera de que fuera tras él. Me puse de pie y lo seguí por varios minutos hasta que logré vislumbrar una luz en la lejanía. Allí, frente a mis ojos, se alzaba el lugar más impresionante que jamás hubiera visto, aquel al que me dirigía en busca de respuestas: el castillo del conde.
Una extensión de hierba blanca de unos treinta metros me separaba de la construcción. Solo debía dirigirme hacia el sendero adoquinado y cruzar un pequeño puente de piedra que se alzaba sobre el río congelado. La imponente edificación apareció en su plenitud, como una ensoñación, con sus cuatro torres altas que se extendían altas como agujas que quisieran tocar el cielo. Sus paredes pintadas de color arena con adornos de madera en las puertas, ventanas y barandas; y los techos con tejas negras y en cúpula. Delicadas pinturas decoraban aquí y allá los baluartes, los balcones, las columnas y las paredes. Como si eso no fuera suficiente belleza, varias estatuas se diseminaban por los alrededores: en la entrada, en el jardín, junto a la fuente, por los caminos paralelos que conducían hacia los terrenos colindantes.
Fui consciente de que al final del sendero iluminado por antorchas, junto a la puerta, el lobo gris me esperaba. Nos adentramos en el castillo y lo seguí por una enorme sala de paredes color oro, pisos de mármol y techos con vigas de madera talladas con extrañas formas que convergían en el medio, desde donde colgaba una imponente lámpara de veinte brazos. Desembocamos en un largo pasillo que se extendía hasta terminar en un pórtico blanco escoltado por dos estatuas de guerreros. Lo crucé, sintiendo apenas el sonido de mis pies sobre la mullida alfombra, con el corazón en un puño mientras llegaban a mis oídos el murmullo de acaloradas voces. Se oyeron gritos, algunas risas ahogadas y luego silencio.
La puerta blanca se abrió de golpe dejándome ver a una mujer de cabellos rojos como el fuego que me observó unos segundos con expresión despectiva y se hizo a un lado para dejarme pasar.
Lo primero que aprecié fue una gran mesa en medio de una habitación de paredes con paneles de madera. No pude mirar nada más porque mis ojos se encontraron con aquel rostro que durante tanto tiempo me había asaltado en sueños, volviéndome loca. El conde estaba sentado en la cabecera opuesta, su mano izquierda apoyada sobre su rostro y la derecha acariciando la cabeza del lobo gris; sus ojos me observaron unos segundos, no con asombro, sino resignados a que me hallara allí.
―Vaya, vaya. ―Una voz logró distraerme de aquella hipnotizante mirada―. ¿Habéis traído una nueva invitada a nuestro banquete, Phyra? ―preguntó a la mujer que había abierto la puerta.
Me volví hacia el hombre que hablaba y se me erizaron los pelos de la nuca. Debía de tener unos treinta años, su rostro era hermoso y aterrador a la vez, pálido, con el cabello negro cayéndole a los costados, los ojos azabaches con un tinte rojizo y una sonrisa sarcástica. Levantó una copa llena de vino e hizo una mueca mientras miraba hacia el conde.
―Buena elección, brindaré por ella ―susurró mientras bebía. Eché un vistazo a los demás comensales y sentí que me encontraba fuera de lugar. Todos ellos eran tan agraciados y terroríficos que casi hubiera pensado que me encontraba entre demonios.
Rostros pálidos, ojos de diferentes tonalidades con una fuerza aplastante en la mirada, ropas de telas exquisitas y colores oscuros que resaltaban aún más sus excéntricas presencias; movimientos lentos, casi delicados, sin dejar de ser fuertes; expresiones sarcásticas y de una seducción atrayente y apabullante. Estaban sentados alrededor de la rectangular mesa sobre la cual solo había jarras y copas con un vino carmesí espeso, rodeados cada uno de dos hermosas doncellas que llevaban insinuantes vestidos en tonalidades rojas y negras con grandes escotes y zapatos altos, dispuestas a servirles ante la menor indicación.
―Ella no es parte de nuestra fiesta ―dijo el conde logrando que me abstrajera de los demás para concentrarme en él. Lanzó una mirada asesina al que había hablado, se puso de pie y se acercó a mí con paso lento―. Juliette. ―Hizo una pequeña reverencia―. No ha llegado en el mejor momento.
―Señaló la mesa.
―Lo sé, siento haberme presentado así sin anunciarme, pero yo… tenía que hablar con usted.
―No queda nada por hablar entre nosotros, lamento que haya hecho un viaje tan largo por nada ―respondió cortante. Lo observé unos segundos sin poder reaccionar, aturdida por lo que acababa de decir y desilusionada ante tal falta de cortesía.
― ¿Me despacháis así nomás? ¿Me echáis como si fuera una vagabunda? —pregunté con lágrimas en los ojos.
―Lamento si mis palabras han sido groseras. Pero no hay nada que hablar Juliette, enviaré a uno de los cocheros con usted para que la acompañe a su casa. ―Hizo un ademán con la mano y una de las doncellas desapareció detrás de una puerta.
Me sentí mareada, no esperaba ser tratada de aquella manera y su modo me había herido en lo más profundo. Tal vez fuera el cansancio, el estrés del viaje o la extraña y aplastante atmósfera que había en aquella habitación, pero mi respiración se volvió afanosa y mis piernas empezaron a temblar sin control; las telas de mi vaporoso vestido me pesaban como si llevara puesta una armadura y todo a mi alrededor comenzó a dar vueltas.
―¿Se encuentra bien? ―preguntó él colocando una mano sobre mi hombro y lanzando una furtiva mirada de furia a sus compañeros.
―Yo… estoy… estoy bien ―murmuré con voz ronca. Lo miré directo a los ojos y se me nubló la vista. Lo último que sentí antes de desvanecerme fueron sus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo.