Capítulo 10
1342palabras
2023-10-09 11:53
Capítulo Nueve
Recuerdos II
Puedo recordarlo como si fuera ayer: la mañana soleada de un sábado de noviembre, el reloj sonando a las cinco de la mañana y la excitación creciendo por dentro cuando él apareció en la puerta para despertarme. Mis ojos se encontraron con los suyos para decirle que ya estaba lista para un día de emoción y aventuras. Hacía meses que Adrián había prometido que me llevaría con él a pescar, a pesar de las protestas de Sonia ante la idea de que su hija de ocho años se internara en el mar un día entero. Mis súplicas y las miradas ansiosas de mi padre lograron convencerla de que nada malo sucedería, y de que su hija había heredado el gusto por la navegación, al contrario de ella que se moría de miedo por el simple hecho de subir a un bote. Después de varias negociaciones y cientos de promesas por parte de ambos, accedió y aquel sábado amaneció ante mis ojos más luminoso de lo habitual.

No hizo falta que entrara por segunda vez a la habitación para apresurarme, antes de que las manecillas dieran las cinco y media ya me encontraba en la cocina con la mochila al hombro. Sonia apareció con su bata puesta y nos sirvió el desayuno lanzando de soslayo ojeadas de preocupación que se empeñaba en ocultar. Yo solo tenía cabeza para pensar en lo que íbamos a hacer aquel día y las cosas que aprendería de mi padre.
Cuando salí de casa y me subí a la camioneta, nada podía parecerme más emocionante. Apenas noté cómo mi madre derramaba alguna lágrima mientras yo la saludaba sonriente y ella comenzaba con su discurso: que me mantuviera alejada de la baranda de la lancha, que no olvidara ponerme el chaleco salvavidas; que no intentara sostener la caña de pescar cuando hubiera picado un pez demasiado grande; que no tocara el riel cuando estuviera en movimiento, y que me tomara las pastillas para el mareo. Sus precauciones me parecieron exageradas, después de todo iba acompañada por el mejor pescador de la región ante mis ojos, un hombre que había nacido en aquel pueblo y se había criado en el mar, proveniente de una familia de marineros de oficio.
Mi entusiasmo apenas se vio disminuido cuando nos encontramos sobre la lancha, surcando el oleaje y adentrándonos con velocidad en el mar. Aún recuerdo la brisa marina golpear mi rostro, el gusto salado en mi boca, las gotas salpicar los costados del bote, el intenso azul del agua brillando bajo el sol, el sonido de las olas al golpear debajo de nosotros y la sonrisa de mi padre mientras me señalaba aquellos lugares que yo conocía de memoria: la isla Gamma a la izquierda, seguida de la isla Flamenco, más atrás la isla del Sur y la isla de los Césares, la isla Creek y la isla de los Riachos, y a lo lejos, pequeña y perdida, la isla Gaviota. Cuando dejamos atrás el conjunto de islotes solo quedó ante nosotros la inmensidad del mar que se extendía como un enorme manto que lo abarcaba todo con su abrazo añil oscuro.
Las gaviotas revoloteaban aquí y allá, sobre todo cerca de los arrecifes donde hallaban algo de vegetación y en el rompiente donde podían encontrar a su presa. A medida que nos adentrábamos más en el océano solo quedaba el sol, el sonido del agua y del motor, y nosotros. Aquello era una de las cosas que más adoraba: estar en medio de la nada, la tranquilidad que transmitía, una paz intensa y absoluta que solo puede encontrarse en esos lugares bendecidos por la naturaleza donde la mano del hombre no puede perfeccionarlos más.
No era la primera vez que navegaba, desde los seis años papá me llevaba en las mañanas de paseo y volvíamos para el almuerzo. Sin embargo era la primera excursión de pesca que hacíamos, en la que debíamos quedarnos una jornada completa a la espera para volver antes del amanecer del día siguiente y vender los productos en el mercado. Era mi debut como pescadora.
Fue pasado el mediodía, una vez que nos habíamos detenido y papá había tirado las redes al agua y me había explicado cómo debía hacerse sin que las sogas quedaran enredadas, cuando el viento comenzó a cambiar. Habíamos salido con una cálida brisa proveniente del norte y, de repente, el aire empezaba a sentirse más frío y menos seco, pues procedía del sudeste. Adrián se había encargado de mantenerse atento con el estado del clima, pero en alta mar el tiempo es tan inestable como un péndulo que se encuentra suspendido sobre una roca. Un simple cambio de aire o de una corriente marina puede volver todo en tu contra.

Tal vez si en ese momento lo hubiera escuchado para que volviéramos ahora las cosas serían diferentes, pero mis súplicas de que nos quedáramos y la idea de Adrián de que solo se trataría de una llovizna sin sentido, lograron que decidiéramos esperar a que la tormenta pasara. Sin embargo, la débil brisa se convirtió en un ventarrón helado y el tranquilo mecer del oleaje se transformó en terribles olas que golpeaban con furia las orillas de la barca. Entonces, cuando el agua rebasó los bordes, me entró el pánico. Mi padre ya se había percatado de su error; él había soportado temporales en alta mar muchas veces, la diferencia radicaba en que ahora la vida de su hija dependía de vencer la tempestad.
Me escondí en la cabina acurrucada a un costado de la entrada mientras la lancha se zamarreaba de un costado a otro y la lluvia arremetía con violencia contra las ventanas. Podía escuchar el aullido del viento con una intensidad increíble y los golpes que la marejada propinaba al bote, como si se hubiera ensañado con él y estuviera dispuesta a destruirlo.
Intenté por todos los medios de no llorar, pero me fue imposible mantener mis ojos secos ante tal espectáculo. Pronto comencé a temblar y sospecho que el frío nada tenía que ver con ello. Era la idea de que un día que había comenzado como una atractiva aventura se hubiera convertido en un terrorífico viaje mortal. La puerta de la cabina se abrió, el agua entró con fuerza y acabé empapada. La embarcación empezó a tambalearse hacia un costado y me vi despedida hacia la baranda, sintiendo que debajo me esperaba el océano listo para engullirme. Lamentablemente no era a mí a quien el mar quería, era a él, al hombre que durante años había vivido de su producto y lo había recorrido durante días y noches. Y no fue a mí a quién devoró con ferocidad, sino al pescador, a aquel a quien nunca olvidaría y me seguiría visitando en sueños durante años para recordarme que yo había sobrevivido y él no.
Mi vista se perdió en la bahía mientras hacía un esfuerzo por leer los apuntes para el ingreso a la universidad. No es que el libro me pareciera aburrido, por algo había elegido la carrera de periodismo, pero el día había comenzado de forma extraña y seguí teniendo ese sentimiento cuando cayó la tarde.

Era probable que se debiera a que la historia de Camilla aún rondaba en mi cabeza, aunque no entendía cómo había pasado de eso a rememorar el peor momento de mi vida. Es cierto que no pasaba un día sin que me acordara, pero en ese instante las imágenes habían vuelto con tanta nitidez a mi mente que sentí como si una mano me presionara desde arriba y me aplastara contra el piso. Cerré el manual y di una vuelta por la habitación en un intento de que mis peores pesadillas se esfumaran y la opresión que me torturaba cesara. En ocasiones sentía que me ahogaba de solo recordarlo, que algo en mi caja torácica se hinchaba de forma desmesurada, aplastaba mis pulmones y me dejaba sin aire, amenazando con matarme como había sucedido aquel día cuando el peso del mar casi había acabado conmigo.