Capítulo 9
1186palabras
2023-10-03 08:10
Capítulo Ocho
Recuerdos I
—Maia—

Las agujas del reloj continuaron su curso sin que me percatara del paso del tiempo mientras Camilla me contaba esa fascinante historia. Cuando detuvo su hablar y se dirigió hacia la chimenea caí en la cuenta de la hora.
―Creo que ha sido suficiente por hoy, ya casi es medianoche.
―Sí, es bastante tarde ―respondí de mala gana.
Tenía mil preguntas para hacer, cosas que decir, pero ella lo percibió en mi rostro y negó con la cabeza.
―Mañana.
―Hasta entonces. ―La saludé y enfilé hacia la salida―. ¿Camilla o Juliette? ―Me volví.

―Si quieres puedes llamarme Juliette. Aunque hace mucho que nadie me dice así. Cambié mi nombre cuando renací. La historia que Vlad me contó en nuestra primera salida quedó grabada en mi mente.
―¿Por qué me cuenta esto? ¿Por qué yo?
―Tal vez porque hace demasiado ya que no hablo con nadie. O quizá haya otra razón… ―Sonrió―. Ya lo sabrás Maia, no seas impaciente.
Mientras caminaba el escaso trecho que me llevaba a mi casa sentí que algo se removía en mi interior; la extraña sensación de que lo que acababa de vivir era real, y a la vez parecía un sueño.

Al cruzar la puerta llevé mi mano al bolsillo del pantalón y saqué el celular. Lo había puesto en silencio para no interrumpir el relato de Camila, pero ahora me daba cuenta de que había sido un error porque tenía como quince llamadas perdidas de mi mamá. En ese mismo momento el aparato empezó a vibrar en mi mano.
―Hola mamá ―dije lo más despreocupada posible.
―¿Maia? ―La voz ansiosa de mi madre fue la que respondió del otro lado de la línea.
―¿Cómo estás? ―Simulé un bostezo.
―Yo perfectamente, ahora ¿puedo saber por qué no me contestas? Hace como una hora que te llamo. Estaba a punto de comunicarme con Don Tito para que se acercara a verte.
―Me quedé dormida estudiando y había puesto el celu en silencio, por eso no te escuché. Perdón si te hice preocupar.
―Está bien, solo quería saber cómo estabas. Nos detuvimos con Fede en un hotel a la orilla de la ruta porque cae una tormenta terrible.
―Por acá está todo tranquilo. Creo que mañana será un excelente día de pesca.
―Como siempre, es un pueblo pesquero. ¿Qué tal tu día en soledad?
―Excelente, hablé con Pedro esta tarde y mañana iremos al cine con Lis. Tal vez ella se quede a pasar el fin de semana aquí para acompañarme ―insinué.
―Bien, diviértete entonces ―dijo mi madre satisfecha―. Será mejor que vaya a dormir, me queda un largo día de viaje.
―Sí, y yo debo continuar con el estudio. Anda con cuidado y saluda al insoportable de mi hermanito por mí. Te quiero.
―Yo también preciosa, ¡cuídate!
No fue hasta que me encontré en la cama, cubierta con las sábanas, que dejé que mi imaginación estallara con todo su ímpetu.
La historia de Camilla rondaba en mi cabeza y me traía imágenes de los lugares, las personas y los acontecimientos que ella había relatado. Su voz hermosa y melodiosa aún sonaba en mis oídos y me trasladaba hacia el pasado, como si alguien me hubiera sentado frente a un televisor y se hubiera tratado de una película.
Rememoré cada detalle de su relato, haciendo especial hincapié en crear un aspecto del conde Vlad Tepes en mi mente. ¿Acaso podía ser verdad? No podía pasar por alto la juventud de Camilla, ya que hacía más de cuarenta años que ella había arribado al pueblo, y la persona que yo acababa de conocer no aparentaba más de veinte. ¿Qué otra explicación podía darle al hecho de que esa mujer siguiera igual de lozana que cuando había llegado? Una sola palabra ocupaba mi mente, aquella que no me animaba a decir en voz alta porque era una locura creer que Camilla en verdad podía ser un vampiro; pero era eso o ella tenía un pacto con el diablo. Solo me quedaba escuchar el final de la narración y dejar que todas las piezas encajaran por sí solas.
Me despertaron los primeros rayos del sol al entrar por la ventana, la noche anterior había olvidado cerrar las cortinas y ahora me arrepentía, sin embargo aquello sirvió para levantarme temprano y dedicar unas horas al estudio.
El pueblo de San Blas es un lugar relativamente pequeño que gran parte del año se encuentra plagado de turistas que se instalan con sus carpas a pasar unos días de pesca. Los que vivíamos allí estábamos acostumbrados a encontrarnos con marineros de todas partes del país y del mundo. En los últimos años se habían construido varios complejos turísticos con la idea de incrementar la capacidad hotelera de la bahía, que es famosa por la enorme cantidad de peces que se puede capturar, lo que le ha hecho ganar el nombre de «El paraíso del pescador»
Tampoco se puede negar que hay algo mágico en el lugar. Tal vez se deba a la increíble fauna que se desarrolla, las extensas playas, la imponente visión del mar o a que se halla en la Isla del Jabalí, un trozo de tierra bastante grande que se comunica con el resto de la ensenada por un puente construido en el año 1928 por Bruno Wasserman. Para algunos se trata de un estrecho, no de una isla, por no estar separada por completo de tierra; de todas formas la llamamos Isla del Jabalí, nombre que recibió en 1780 cuando un piloto de la Real Armada mató con sus compañeros un chancho salvaje para alimentarse.
La bahía está conformada por un conjunto de islas menores, pero es en la Isla del Jabalí donde se lleva a cabo la mayor actividad pesquera y el pueblo funciona como un atractivo turístico y deportivo.
Para ser sincera yo adoraba mi pueblo. La mayoría de mis conocidos siempre lo había detestado y no podían esperar para marcharse a estudiar a la capital o a Carmen de Patagones. No podía culpar a nadie por querer irse de allí, como dice el dicho: «pueblo chico, infierno grande», y San Blas no se libraba de eso. Con sus 529 habitantes cada uno sabía cuándo el otro movía un pie para hacer algo o el hijo de alguien se metía en problemas. Incluso mi madre tenía la necesidad de escapar por un tiempo y por eso se marchaba a recorrer el país. No podía recriminarle, ni a ella ni a mi hermano que tenía el mismo espíritu libre.
Mi caso era diferente, yo no soportaba la idea de dejar aquel lugar que me traía vivos recuerdos de la presencia de mi padre en este mundo. A veces paseaba por la costa a la espera de ver la embarcación blanca con mi nombre pintado en grandes letras azules surcar las olas hasta llegar a la orilla, la sonrisa de mi progenitor al bajar y señalar con una mano las cajas de pescados que se alojaban sobre las tablas, mostrándome el éxito de su cruzada.
Pero nunca volvería a ver aquel barco ni ese rostro más allá de mis sueños.