Capítulo 8
1699palabras
2023-09-27 21:55
Capítulo Siete
La Sombra del Vampiro
Los días siguieron su curso, yo me limité a caminar por los pasillos de mi nuevo hogar y a juntarme con Eve por las tardes. Pero cuando salía la luna mis pensamientos volaban hacia él, tenía sueños intranquilos con animales nocturnos que me perseguían y un lobo gris que aparecía y me observaba desde lejos.

Pasó una semana desde mi salida con el conde y la desesperación e incertidumbre se fueron acrecentando cada vez más. Anhelaba verlo, un deseo incontrolable me llevaba a querer tenerlo frente a mí, que me tomara otra vez y sus labios se posaran sobre los míos. Mi cuerpo había quedado marcado con su toque, y fantasías más impuras de las que alguna vez imaginé que podía tener se arremolinaban detrás de mi inconsciente y me hacían estremecer de placer al evocarlas. Allí, entre la suavidad de mis sábanas, rememoraba aquel beso que me había hecho olvidar mi vida antes de él, mi pena por la pérdida de lo que era mío en París, y mis sentimientos por el duque de Anglars.
Así llegó esa noche sin estrellas en que volví a tener el recurrente sueño que me acechaba. Caminaba por el pasillo hasta llegar a la mazmorra, y al abrir la puerta, unos refulgentes ojos rojos me miraban con fiereza. Estaba oscuro y nunca alcanzaba a vislumbrar de quién se trataba, pero unos dedos largos y huesudos se aferraban a mi mano y me arrastraban hacia adentro.
Desperté sobresaltada, sintiendo que alguien me espiaba desde algún rincón de la alcoba.
De pronto llegó a mis oídos el fuerte zumbido del viento y la ventana se abrió con un golpe. Corrí a cerrarla, la habitación se había congelado en apenas unos segundos, pero cuando me acerqué me di cuenta de que no corría brisa alguna. Me volteé nerviosa, con el corazón desenfrenado, y vi una silueta alta y delgada que se acercaba cubierta con una capa oscura. Tapé mi boca para retener un grito cuando unas pupilas grises me observaron.
―Esto no puede ser real ―murmuré casi sin aliento.
―Pero lo es —susurró bajo y salvaje.

Quedé paralizada; sin saber por qué aquella mirada que no me dejaba dormir desde la primera vez que la viera ahora me asustaba.
Él se acercó con parsimonia, con los movimientos felinos y elegantes que lo caracterizaban, hasta que sus manos se encontraron con mi cintura.
―Mademoiselle Juliette ―dijo el conde― ¿Acaso no me esperaba? ¿No deseaba volver a verme?
―Sí ―murmuré. Ahora que sentía su roce el calor volvió a invadirme― Mi conde ―toqué su mejilla.

Cerró los ojos disfrutando la caricia y cuando los abrió, me tomó de la cara en un arrebato de pasión. Esperé con los párpados cerrados el momento en que mis labios volvieran a tocar los suyos, pero eso no sucedió. Él bajó por mi cuello y me aferró con fuerza del pelo. Me invadió el miedo, el horror se apoderó de cada fibra de mi ser como agua helada corriendo por mi cuerpo. Traté zafarme, pero sus manos me sostenían como tenazas.
―¿No es esto lo que querías?―rugió.
―Suélteme. Me hace daño.
Su boca tocó mi cuello y sus dientes se clavaron en él, desgarrando mi piel. Mi mente trataba de encontrar una explicación a lo que acontecía pero no la hallaba. Una punzada de dolor se extendió hacia mis extremidades. La sangre parecía fluir con mayor rapidez, como si quisiera escapar de mi organismo.
―¡No! ―logré articular en el momento que se me nublaba la vista y se embotaban mis sentidos. No sé por qué en ese último segundo pensé en Piers, tan lejos y sin tener idea de que su prometida estaba a punto de morir. Sin embargo, en contra de todo lo que mi mente ordenaba, mi cuerpo reaccionó con excitación ante su toque. De pronto no importaba lo que estaba sucediendo, quería que él me hiciera suya, que me tomara como fuera y me consumiera; y si eso me llevaba a la muerte, no importaba.
Para mi sorpresa el conde me soltó con brusquedad y caí hacia la alfombra que cubría el piso. Mi horror fue mayor cuando vi que aquellos ojos que tanto amaba ya no eran grises, sino rojos como el líquido que ahora manaba de mi cuello, dos rubíes brillantes que me miraban con ferocidad.
Quise gritar, salir corriendo y pedir ayuda, pero no pude. Sentía mi cuerpo pesado como el plomo, atado de pies y manos, una inmovilidad que no se debía al terror que sentía sino al aplastante peso de su mirada.
Se agachó, me tomó en brazos casi con delicadeza, y posó mi cuerpo en la cama.
Aparté la vista para alejar de mí aquella visión, y cuando volví a mirarlo me topé otra vez con esas bellas pupilas grises.
―Perdóneme. No puedo hacer esto. No me busques, no pienses en mí. Tus pensamientos me llaman, si me apartas de ellos, me alejarás de tu vida.
―No puedo apartarte porque te amo ―añadí entre sollozos ahogados, delatando lo más profundo de mis sentimientos.
―No me amas, me deseas, y eso es porque yo te he inducido a ello. Tú amas a tu prometido. Sé lo irresistible que puedo parecerte, pero créeme que esto no es amor.
―No. Yo…, te quiero a ti.
―¡Dices eso porque no sabes lo que soy! ―rugió alejándose―. Si sigues deseándome las cosas pueden terminar muy mal. ―Esbozó una feroz sonrisa, de esas capaces de paralizar, y desapareció en una esquina de la habitación.
Me levanté tambaleante y me dirigí hacia el rincón, en un vano intento por alcanzarlo, y sentí mi corazón empequeñecerse ante la idea de no verlo nunca más.
La alcoba comenzó a dar vueltas y mis piernas se aflojaron. Con gran esfuerzo volví a la cama y me dejé caer sobre ella, sintiéndome débil y enferma. Un punzante dolor en el cuello hizo que tanteara la piel con los dedos, donde descubrí dos pequeños orificios.
No sabía qué creer, mi mente estaba confundida mientras rememoraba imágenes que carecían de sentido y que me hicieron dudar de si aquello no sería producto de una mente desequilibrada.
Fue una noche sin sueños en la que me removí intranquila en medio de las sábanas, con un extraño frío que se extendió por mi cuerpo y me hizo tiritar aunque me cubriera con todas las mantas que tenía.
Cuando desperté la claridad de un día nublado entraba exánime por la ventana y unos truenos lejanos anunciaban la inminente tormenta. De a poco comencé a tomar conciencia de lo que me rodeaba hasta que lo acaecido hacía unas horas acudió a mí de forma abrupta.
Me levanté y me dirigí hacia el espejo del tocador. Estaba más pálida de lo normal y unas enormes ojeras habían oscurecido mi rostro, incluso el color de mis labios había menguado y mis ojos parecían más opacos que nunca. Con temor aparté el bucle de cabello que me caía sobre el pecho y dejé el cuello descubierto. Allí estaban los dos orificios que delataban la presencia de la noche anterior y confirmaban que no me había vuelto loca.
***
A los cuatro o cinco días las marcas se desvanecieron, pero extraños cambios se habían producido en mi cuerpo. Aún sentía una delicada debilidad que se extendía a mis extremidades, como si me recuperara de una larga enfermedad. Las pocas jornadas que tuvimos de sol esas semanas se me antojaron horribles y me percaté de que la luz lastimaba mis ojos. También había perdido el apetito al punto de que lo único que podía tragar era líquido.
No pasó mucho para volver a soñar con él. Esta vez me cruzaba con un lobo en el patio, junto al aljibe, que me incitaba a seguirlo hacia el bosque. Allí había una figura inclinada sobre el cuerpo de una mujer joven que aún se movía con los últimos estertores de la muerte, como un animal a punto de ser devorado. La mujer tenía las vestimentas rasgadas y su piel blanca resplandecía bajo la luz de la luna, indecorosa y bella al mismo tiempo.
Ante mi presencia él se movía con rapidez, se colocaba a un costado del cadáver y se incorporaba para mirarme. Sus ojos volvían a ser rojos como el fuego, brillantes y terroríficos. Pero lo que atemorizaba era su expresión salvaje y la mueca de sus labios, que dejaban al descubierto unos relucientes dientes blancos coronados por dos caninos largos y afilados. Un hilo de sangre caía por el costado de su boca y se perdía en su barbilla. Su presencia era tan terrible como hermosa y atrayente, como si aquel salvajismo sacara lo mejor y lo peor de él.
―Te dije que no me buscaras ―replicaba con furia.
―Tú me buscas a mí. ―Mi voz sonaba débil e infantil―. He intentado olvidarte pero no puedo, te veo en todos lados.
―Debes sacarme de tu mente Juliette.
―¡Lo intento! Pero siempre estás ahí, todo me lleva a ti.
―¿Sabes lo que pasará si continúas pensando en mí? ―Antes de que pudiera responder él se acercaba, tomaba mi rostro con sus manos y dejaba sus colmillos al descubierto―. Volveré por ti.
El bosque desaparecía cuando sentía sus dientes en mi cuello y me encontraba en mi habitación con un grito atascado en la garganta. El sueño se repitió durante casi una semana hasta que caí en la cuenta de que se había convertido en una obsesión, el día se me hacía interminable y las horas pasaban con lentitud hasta que caía la noche y me apresuraba a meterme entre las sábanas para cerrar los ojos y dejar que él viniera a mí.
Una tarde en que la nieve caía en abundancia y cubría con un manto blanco el paisaje, decidí que no podía vivir así. Debía terminar con mi agonía, tenía que buscarlo, verlo una vez más y dejar que me explicara lo que sucedía.
No podía permitir que me siguiera trastornando, que se apoderara de mí de esa forma, tenía que saber la verdad y para eso debía averiguar dónde vivía y presentarme en su morada.
Ya nada más importaba porque él tenía mi vida en sus manos.