Capítulo 3
1669palabras
2023-09-26 09:48
Capítulo Dos
La llamada
―¿Maia? ―La voz de mi madre llegó flotando escaleras arriba mientras abría los ojos con lentitud.

―Sí… ―respondí adormilada y recorrí la habitación con la mirada hasta el reloj que descansaba sobre la mesita de noche. Eran las seis y media de la mañana y, de pronto, percibí su tic tac más fuerte de lo habitual; como si resonara en toda la estancia.
―Ya nos vamos querida ―gritó mi madre mientras se oían los pasos apresurados de mi hermano que arrastraba la maleta por el pasillo.
En realidad se trataba de un bolso raído y viejo en el que Federico había colocado un par de jeans y zapatos, algunas remeras y una cantidad exagerada de cómics . Según él eso era lo indispensable para vivir y no pensaba llevar más equipaje que molestara con su peso. Ese comentario había logrado comenzar una acalorada discusión con mi madre la noche anterior que finalizó cuando ella cedió terreno a los caprichos de mi hermano. Yo me había limitado a sonreír desde el sillón mientras pensaba que ella le compraría todo aquello que él no llevara y podría llegar a necesitar.
―¡Ok! Que tengan un lindo viaje. ―Me hundí entre las sábanas para volver a dormir. Me tapé los oídos con la almohada con la esperanza de amortiguar el incesante tic tac del reloj.
―¿Seguro estarás bien? ―preguntó la voz de Sonia desde abajo. Se había detenido en el rellano de la escalera y podía imaginar su rostro observando la puerta de mi habitación, con su característica expresión de preocupación y un mohín que simulaba una sonrisa.
―Sí mamá, ya tengo dieciocho años. ―Salté de la cama y me dirigí tambaleante hacia la puerta. Al salir me encontré con ella que me miraba tal como la había imaginado.

―Son varios días querida, ¿recuerdas todo lo que hablamos? Te dejé los números de teléfono anotados en la libreta que está en el escritorio y ante cualquier problema llamas…
―Sí, lo sé, llamo a Don Tito o a tu celular y vendrás de inmediato a salvarme del apuro en que me encuentre. ―Esbocé una sonrisa y me adelanté para abrazarla―. Quédate tranquila, estaré bien. Tú solo disfruta de tus bien merecidas vacaciones que yo estaré aquí estudiando―. Ella me devolvió el abrazo con fuerza y me besó en la mejilla.
―Sé que lo estarás, eres muy capaz de cuidarte sola.
―Cuida de Federico y no dejes que te saque de tus casillas. ―Le aconsejé―. ¿Oíste? ―grité escaleras abajo, con la certeza de que mi hermano escuchaba―. ¡No le des problemas a mamá!―. Solo me llegó el sonido de una especie de gruñido y vi la sonrisa de mi madre mientras bajaba.

―¡Cuídate preciosa! Estaremos en contacto en todo momento ―gritó mientras abría la puerta―Bajé las escaleras para darles un último saludo. Me quedé allí hasta que el auto arrancó y escuché cómo se alejaban, entonces subí con rapidez para meterme de nuevo en la cama.
A diferencia de lo que pensaba pude volver a dormir y desperté cuando ya pasaba del mediodía. Era relajante saber que podía tener mis horarios, dormir cuando quisiera, comer a la hora que se me antojase y estudiar sin ningún ruido molesto. Agarré el celular que descansaba sobre la mesita de noche y vi que tenía más de cien mensajes; entre ellos varios del grupo de estudio de ingreso a la facultad, uno de mí madre con dos fotos de la ruta (Libertad!), una cantidad exagerada de audios de mí mejor amiga Lis, y unas llamadas perdidas de Pedro.
Devoré unas milanesas de carne que mi mamá había dejado preparadas y me apresuré a llamar a Pedro antes de que decidiera aparecer por casa preocupado ante mi falta de comunicación.
―¡Maia! ¡Qué alegría escucharte! ―exclamó el muchacho entusiasmado―. ¿Cómo te trata la soledad?
―Llevo unas seis horas y puedo decirte que podría acostumbrarme con facilidad.
―¿No quieres que te acompañe? Hoy no tengo mucho que hacer ―dijo él esperanzado.
―No, gracias Peter, pero hoy pienso dedicarme a mí; ya sabes, hacer cosas de chicas ―decliné la invitación con la mayor amabilidad posible.
La verdad es que Pedro era una excelente persona, un gran amigo que siempre estaba pendiente de mí y me había ayudado infinidad de veces. El problema era que él aún tenía esperanzas de que algún día la amistad se convirtiera en algo más, cosa que no me extrañaba si teníamos en cuenta que nuestros padres habían soñado desde que éramos pequeños que terminaríamos juntos.
―Ah ok, entiendo ―replicó algo triste, pero el tono de su voz cambió de inmediato―. Mañana no puedes negarte, tengo entradas para el estreno de la nueva película que darán en el cine.
―Mmm… eso sí lo acepto. Llamaré a Lisa y le diré del plan.
―Ok, avísale ―respondió resignado a que pudiéramos salir solos―. Paso a por ustedes a las ocho.
Cuando colgué me dejé caer en el sillón mientras me disponía a pasar la siguiente media hora escuchando los audios emocionados de Lisa. Luego, sin ganas aún de estudiar, decidí darme un buen baño con la música a todo volumen, libre de escuchar lo que quisiera.
Cuando terminé de secarme el pelo, pintarme las uñas y arreglar mi armario, observé el reloj. Eran las seis de la tarde y no tenía nada más que hacer para escapar de mis deberes de estudiante, entonces, como hacía con frecuencia, me acerqué a la ventana del comedor y corrí con disimulo la cortina para observar cualquier posible movimiento en la casa que había enfrente. Logré vislumbrar una silueta en la parte superior y casi ni me percaté cuando ella se detuvo y miró hacia donde yo estaba.
Di un respingo y cerré con fuerza sintiéndome la chica más estúpida del mundo; me sonrojaba ante la idea de que la mujer pensara que la espiaba.
De pronto, la curiosidad me picó más fuerte de lo habitual y me quedé allí parada, sopesando la idea de vencer el miedo y presentarme en la puerta de aquella casa para mitigar mi intriga.
Me costó media hora de debate conmigo misma hasta que, en un arranque de valentía, tomé mi bolso, verifiqué que el cuaderno de notas estuviera dentro, y salí con rapidez hasta detenerme en la valla de madera.
Había refrescado bastante y yo en mi arrebato no había llevado abrigo alguno, pero sabía que si regresaba a tomar un suéter era probable que cambiara de idea y no volviera a salir. Ya era la tercera vez ese mes que me detenía frente a la vivienda y me arrepentía en el último segundo.
Crucé la cerca que se encontraba abierta y caminé titubeante por el sendero de piedra que llevaba a los escalones de la entrada. Me detuve allí sintiendo unas repentinas ganas de salir corriendo, sin poder evitar pensar que estaba loca por hacer aquello.
Tal vez, si le hubiera hecho caso a mis instintos en aquel instante todo hubiera sido diferente, pero, la verdad, nada hubiera impedido que me acercara a aquel lugar porque me reclamaban desde adentro y mi mente no podía resistirse mucho tiempo más a aquel llamado.
Me armé de valor, subí los tres escalones y golpeé la puerta con timidez. Ningún sonido llegó desde el interior y esperé unos segundos antes de intentarlo de nuevo. No hizo falta, pues la puerta se abrió sola con un chirrido. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras daba un paso hacia adelante y me adentraba.
Se trataba de un vestíbulo iluminado por una lujosa lámpara situada junto a un mueble antiguo, sobre el cual había un espejo con marco de madera. Hacia el fondo divisé el comedor que se hallaba a oscuras, con excepción de una luz rojiza, que parecía provenir del fuego de alguna chimenea.
―¿Hola? ―pregunté mientras avanzaba vacilante y escudriñaba todo a mi alrededor―. ¿Puedo pasar?
Me detuve unos segundos frente al espejo y vi mi reflejo. Mi rostro, algo sonrojado, me devolvió una temerosa sonrisa que me infundió ánimos; y mis ojos verdes dejaron entrever una chispa de miedo y emoción que los hacía brillar. Mi cabello castaño, liso y sin forma, caía a los costados de mis mejillas y me daba un aspecto fantasmal, algo que podía deberse a los destellos lúgubres de la lámpara.
Decidí seguir hacia el comedor con paso lento mientras por mi mente se pasaba la morbosa idea de que, tal vez, aquella mujer llevara años muerta en el interior de la casa y nadie se hubiera dado cuenta. Después me pareció absurdo al recordar la silueta que había visto hacía menos de una hora en la habitación superior, y eso me dio un poco de tranquilidad.
Por fin llegué al salón. Era un lugar enorme, con una mesa redonda a un costado y varios sillones apostados frente a un hogar a leña. Debo confesar que en un primer momento aquello me pareció tenebroso, pero después de observar con atención el mobiliario y la decoración pensé que la persona que vivía allí tenía un gusto exquisito.
Los muebles, aunque vetustos, se notaba que en su tiempo fueron caros y lujosos. De madera, tallados con una delicadeza casi imposible, pintados con dedos gráciles que en cada pincelada habían plasmado la belleza de sus colores: ocre, dorado, suaves tonos pastel y azul cielo casi transparente. Algunas estatuillas de porcelana descansaban sobre un gran aparador que ocupaba parte de una pared y de la que colgaban pequeños cuadros.
No me había percatado de que las llamas de la chimenea eran las que trazaban formas danzantes en el muro, lo que impregnaba todo de un aspecto rojizo-anaranjado, y hacía aún más realista los paisajes de los cuadros.
Fue cuando mis ojos vagaban por la habitación cuando la vi. No había reparado en su presencia, porque estaba obnubilada con lo que me rodeaba y la poca iluminación dificultaba la visión, pero en ese instante percibí una mano blanca sobre el apoyabrazos de uno de los sillones y me embargó una oleada de emoción.
Allí estaba ella.