Capítulo 38
1352palabras
2023-05-01 18:54
LOS ESPINOSA
¿Quién era Kike? ¿Por qué yo?
Stéfani me dio un codazo y me sacó de mi letargo. El profesor me miraba fijamente. No sabía de lo que había hablado. ¿Y ahora?
-Repítame, profesor, por favor-, le solicité.
-¿Ya ve, señorita Rivasplata? Usted está pensando en las musarañas o el novio-, me increpó. Todos rieron. Me puse roja como un camarón hervido.
El inicio del nuevo ciclo me sorprendió con el torbellino de las pesadillas dando vueltas en mi cabeza. Matricularme fue sencillo, por el Internet. Incluso mi padre fue quien me tomó las fotos para la matrícula, las imprimimos en cuatro copias y las mandamos. Patty me mandó un emoji riéndose.
-Ay, papá, se está riendo mi amiga, tómame otra foto-, le supliqué pero él decía que estaba lindísima.
-Tu amiga, la secretaria, es una zonza-, dijo riéndose.
Aún sigo pensando que salí bien fea.
Los cursos me asustaban bastante. Desde Derecho laboral hasta Procesos civiles. Cavilé mucho al elegir los créditos. Mi madre se carcajeaba.
-Solo solo nombres hija, tú estudia bastante y verás que apruebas-, me decía.
Mi papá no cabía en su orgullo. -Cuarto ciclo, en solo tres años serás toda una abogada-, me felicitó.
Yo ya tenía, incluso, decidida la especialización: Derecho penal.
-Hay muchos abogados penalistas-, me reclamó Marcio, pero yo quería ser como en las series de televisión. Me encantaban y ya me veía en el juzgado hablando sobre crímenes horrendos.
-¿Por qué no mejor abogado de familia?-, me susurró Marcio, mordiendo mi orejita.
-Agghhh qué aburrido-, lo besé tiernamente en la boca.
En mis vacaciones hice mi primera crónica en el diario de papá. El nuevo director me sorprendió navegando en el internet y me miró con curiosidad, contando mis pecas que apenas cubrían mis lentes de descanso. Mi padre se azoró. Intentó explicar que era su hija, que lo ayudaba en el trabajo, que se aburría en la casa pero él siguió mirándome sin escucharlo. Me incomodó.
-Ayudo a mi padre a buscar noticias-, le dije mordiendo mi lengüita.
-Eres la hija de Roger Rivasplata, entonces-, emitió un bufido. Miré a mi papá que estaba colorado.
-Sí-, dije riéndome.
-¿Y qué tal escribes?-, me desafió.
-Más o menos. Hago poesías a mi enamorado-, seguí riendo coqueta.
-Roger, que ella haga la noticia del robo al tren eléctrico-, ordenó y se marchó llevándose muchas hojas. Miré a mi papá con la cara de carnerito degollado.
Mi padre corrió su silla, abrió una página donde estaba el diario ya diagramado, pero con los espacios en blanco. -Pones un título, el subtítulo, escribes en todo este espacio y agregas una cifra en este recuadrito y luego grabas con esa tecla-, me enseñó.
-¿Cómo hago el tamaño de las letras?-, dije pensativa.
-Ya está programado. Cada espacio tiene su puntaje, tú solo escribe. La foto la pone el editor gráfico. Él te avisará para que le pongas la leyenda-, me indicó. Luego abrió su libreta de apuntes. -Allí están todos los datos, tú me preguntas si no entiendes mi letra-, agregó.
Leí, releí, recontra leí lo que había escrito mi padre y no entendía nada. Me rasqué los pelos, sentí que todos me miraban. Me sofocaba. Amarré mis pelos en un moño, con mi colet, me arremoliné bien en la silla, hice crujir los huesos de mis dedos y empecé a teclear lo que podía descifrar de los garabatos de mi padre. "Audaz asalto al Tren eléctrico", titulé y en el subtítulo puse "Seis ladrones armados cargaron con enorme botín". Me reí. Mi papá se molestó. -No es un chiste, caramba-, me llamó severamente la atención. Los otros periodistas empezaron a reírse. Me encogí de hombros, avergonzada, y seguí escribiendo.
A los quince minutos ya había acabado. Le puse el corrector ortográfico y le di clcik como había dicho mi papá. Al rato llegó el editor gráfico. -Ya está, preciosa, mira la foto-, dijo confianzudo. Yo alcé mi naricita.
Y allí estaba la fotografía seleccionada, las cabinas desiertas rodeadas de policías. Escribí la leyenda. -"El robo duró menos de un minuto. Los facinerosos sabían lo que hacían", y me gustó.
Crucé las piernas, mordí el lapicero, solté mis pelos y miré a mi papá. -Ya, terminé-, dije riéndome.
Mi padre volvió a correr la silla, vio la página, leyó el titular, el texto, la leyenda y movió la cabeza.
-Hummm, no está mal-, vi que sus ojos se pintaban de orgullo.
La noticia salió tal y cual la escribí y el director le dio un presente para mí, a mi padre: un lapicero que decía El Imparcial. Aún lo tengo y me acompaña a todos lados. Eso me puso feliz.
Pero volví a tener una pesadilla horrenda. Esta vez fue de un voraz incendio en un edificio enorme y veía a la gente achicharrándose, lanzándose de la azotea presas del pánico y muchos bomberos ululando las sirenas. Podía palpar el fuego y hasta sentí el humo asfixiante. Me ahogaba. Eso me despertó. Mis manos las sentía chamuscadas y seguía tosiendo desesperada. Tomé mucha agua y mi corazón empezó a desacelerarse lentamente.
Prendí la lámpara, abracé a mi peluche y me quedé pensativa mirando la Luna que se filtraba en las cortinas entreabiertas de mi cuarto. Entonces pensé en Juan. Había muerto en Ucrania, pero el libro decía que Stacy tenía amoríos, en secreto, con un tal John y era infiel. Qué raro. No podía ser el Juancito con el que jugaba a las escondidas y a saltar la soga. La comandante había muerto antes que yo naciera. Pero mi padre también había dicho algo sobre un tal Calavera, junto a otros nombres. Decidí ir al viejo barrio, cerca del colegio donde estudié con Juan la primaria.
Nadie se acordaba de Pecas, menos de mí con lo renuentes que eran mis padres con los vecinos, siempre desconfiados y apartados. La casa donde vivíamos antes de mudarnos, había sido demolida y ahora se alzaba un edificio. Fui al colegio. Seguí mis huellas de cuando salía de clases y me ponía a jugar a la soga con Juan. Nos íbamos al parque o... ¡al jardín de su casa! ¡Eureka!
Me acordé de su casa, una casona antigua, con portones y ventanales de madera, a cinco cuadras de donde vivíamos. Me apuré pero solo encontré una mecánica. La habían destruido, también.
-¿Qué buscas, linda?-, me dijo un señor alto, encorvado, con el overol grasiento, limpiándose las manos.
-Aquí vivía una familia-, balbuceé sin ordenar mis ideas.
-Claro, por supuesto, los Espinosa, se escribe con ese, yo le arreglaba el carro al papá, a Fabricio-, me dijo.
-¿Se acuerda del pequeño Juan, el niño que tenía muchas pecas?-, me sentí triunfadora.
-Sí, sí, claro, rubiecito, muy lindo. Lo mataron en Europa. Fue una tragedia-, me contó.
-¿Vive su familia?-
-Sus padres murieron pero están todos sus hermanos. Viven en el edificio, donde era la casa de los Rivasplata, -, dijo. Mordí mis labios. Le iba a decir que yo era Tatiana cuando ¡buuuuuummmmmmmmmmm! atronó el infinito y una inmensa bola de humo se alzó trepidando los vidrios y remeciendo el piso como un terremoto.
-¡Voló un balón de gas!-, alertó alguien corriendo. El mecánico también corrió hacia la pista. Yo estaba aterrada, alterada por la explosión, tenía mis tímpanos tapados y mi corazón reventaba dentro de mi pecho.
-¡Se quema el edificio! ¡Incendio!-, gritó otro hombre y asustada me tapé los oídos. Muchas personas corrían y me empujaban, me hacían de lado. Yo seguía aterrada apretando mis orejas.
-Es el edificio de los Espinosa-, dijo el mecánico.
Desorbité los ojos. Sentí truenos en mi cabeza. -¡Mira, se están quemando! ¡Hay gente que se está quemando!-, siguieron los gritos que me volvían loca. Angustiada me pegué a la pared. Ululaban las sirenas de los bomberos y eso me alteraba aún más. Quería gritar, explosionar en un millón de pedazos.
-¡Se están tirando de la azotea! ¡Que no se tiren!-, gritó otro.
Empecé a oír ruidos secos, como nueces gigantes rompiéndose en el suelo. Más gritos. Más aullidos. La estampida me confundió. Corrí de prisa hacia mi casa, llorando y chillando sin contenerme.