Capítulo 37
1301palabras
2023-04-30 18:36
VIAJE A LA NADA
William Foster debía aclarar todas mis dudas. Aunque estaba muerto, me enteré en el Internet que había publicado libros. Uno de ellos era The commander (La comandante). Esa era la clave. Ese libro debía existir por algún sitio. Yo tuve un ejemplar en mis manos pero me deshice de él. Maldije haberlo tirado al mar y me jalé los pelos furiosa, impotente, pero de repente pensé en Kike. Sí, él había tenido el libro. Me lo mostró.
Fui a su casa, en Barranco, por un callejón solitario, cerca al estadio Gálvez Chipoco. Ladraban muchos perros y corría un viento muy fuerte, remeciendo ventanales y puertas. Estaba asustada. Revisé la dirección en mi móvil. Era el 347. Alcé mi naricita buscando y vi la casa, de adobe, amarillenta, envejecida, con una ventana chiquita, con marcos de madera apolillada y las cortinas mal cerradas. Olía a olvido, a viejo, a pichi incluso.

Toqué fuerte. Nadie me abrió. Un señor pasó arrastrando sus pies, sujeto a un bastón.
-Allí no vive nadie hace muchos años-, me dijo sin detenerse.
No podía ser. Kike había sido mi enamorado apenas un año antes. Rasqué mis pelos. Volví a tocar fuerte y la puerta siguió cerrada, golpeada constantemente por el aire, haciéndola crujir, como una melodía monótona y tétrica.
Miré hacia el techo y habían cartones, palos, maderas y una silla rota. Me amarré el pelo en moño y me aupé por la ventana, agarrándome a los fierros. Cogí una viga y me trepé al techo. Me raspé el jean y me llené de tierra. Arriba habían más sillas rotas, pelotas desinfladas y popó de palomas y gatos. Caminé de puntitas porque el techo se veía muy endeble. A unos pasos había una cornisa rota que daba a la casa. Mi pánico iba en aumento. ¿Me meto o no me meto? me preguntaba en ese momento. Me arrodillé y metí primero mi nariz al hueco y luego la cabeza. Todo estaba oscuro. Olía a tierra vieja, a guardado y el olor a pichi era insoportable. Había un mueble debajo por donde podía bajar. Estrujé mi boca y testaruda y tonta, como siempre, decidí bajar y meterme a la casa.
Olía mal, eso me asfixiaba y me tenía mareada. Habían cucarachas enormes yendo y viniendo y un pericote asustadizo me hizo patalear asustada. Prendí la luz de mi móvil y fui por las telarañas, los muebles tumbados, los tablones alzados y las maderas apolilladas. Las vitrinas estaban abiertas, vacías y pasé el baño nauseabundo, apestando horrible. La ducha estaba llena de hongos y en los caños entraban y salían las cucarachas. Mordí mis labios y seguí de puntitas hasta lo que parecía ser la sala. Allí había un estante.
Los muebles estaban destartalados, la mesa permanecía recostada a la pared y no habían sillas. Los cuadros colgaban cochinos de las paredes y habían muchos papeles regados. Miré en el estante y corrían las cucarachitas redondas y alargadas por todo sitio. Allí habían varios libros, pero no estaba ese de cartón rojo que me mostró Kike. Pensé entonces en su cuarto. ¿Cuál sería?

Mi corazón estallaba en el pecho. Escuchaba pasar los carros y crujían los maderones viejos. Seguían ladrando los perros y el viento se alocaba más a esa hora de la tarde, tirando los ventanales vecinos. Fui por un pasadizo estrecho hasta el fondo de la casa y allí habían dos cuartos, uno enfrente del otro, sin puertas. Los marcos estaban caídos y apolillados y no habían camas, solo trapos sucios y más papeles, más cucarachas y más olor a polvo y pichi. Me sentí frustrada.
Esa casa me daba mucho miedo, me había metido como una ladrona y si los vecinos me veían llamarían a la policía y entones sí estaría en aprietos. Decidí irme por el mismo sitio que entré, usando el mueble, una cómoda grande, sin cajones, llenecito de tierra. Cuando alcé mi pie para subir, allí estaba, en un rincón, entre muchas telas de arañas: el libro.
No supe qué hacer en ese momento. Si tomarlo o salir disparada de la casa. Mi corazón bombeaba de prisa, mis piernas flaqueaban, mis sienes reventaban con tantos rayos y truenos y me sentí morir de la angustia y el miedo. Finalmente tomé el libro, lo metí en mi calzón y subí como un mono por el mueble hasta el techo y luego me columpié por la ventana. Eché a correr como loca, hasta donde hubiera gente para volver a sentirme viva.
Fui al Gálvez Chipoco. Allí entrenaban muchos atletas. El señor portero, don Cosme, me reconoció. -Señorita Rivasplata, ¿qué la trae por estos rumbos?-, me abrió la puerta solícito.

Yo tenía la cara duchada de sudor, mi corazón rebotaba frenético entre mis senos y me temblaban las piernas.
-¿Te pasa algo?-, se asustó Cosme.
-No, solo estoy cansada-, le mentí. Me senté en el pasto soplando mi angustia. Allí me sentía segura. Habían varios atletas corriendo a esa hora, haciendo ejercicios, también niños peloteando, entrenadores, profesores y también algunos vigilantes.
Saqué el libro, lo limpié con cuidado. Olía peor que en al casa. Los pericotes se habían orinado en él. Estaba en español. La comandante, decía en la tapa. En la primera página estaba la dedicatoria de William Fuster. A mi esposa Stacy.
El prólogo me angustió aún más. -Este libro no es un relato de la guerra contra los talibanes, es la lucha de una mujer contra el mal-, decía.
Cosme me alcanzó una gaseosa.
-¿Quieres que llame al doctor del estadio?-, me dijo muy preocupado. Seguramente estaba empalidecida, con mis ojos llorosos y tiritando de miedo. Además estaba llena de tierra, me había roto el jean y mis manos estaban enredadas de telas de araña. Bebí un gran sorbo de la soda.
-No, don Cosme, como le digo solo estoy cansada-, le insistí.
La primera página hablaba de un tal Douglas. Al parecer Kike la había garabateado y estaba ilegible. Traté de ver entre las rayotas que le hizo y decía cosas como el amante enviado por el demonio, un ser maligno, traidor y otras cosas.
Todas las hojas estaban pintarrajeadas, con garabatos, también habían dibujos de genitales, muy groseros. Pero además habían anotaciones en el filo. Cholo Grueso, Negro Pepe, Hugo decían en una hoja, en fila india, tachados con lápiz rojo. En otra hoja estaba escrito Arnao y le había tachado con un aspa grande. Volví a beber la gaseosa porque mi angustia y pavor iban en aumento y me secaban la boca.
Entonces encontré el nombre de Maicol. Había una anotación con lapicero. No se leía nada, era un garabato ilegible. Traté de descifrar moviendo el pequeño libro y encontré algo, dos TT. Mordí mis labios: -Tati-
Traté de leer las líneas que escribió Foster pero era imposible. Era como un viaje a la nada. Todo estaba garabateado, con muchos dibujos obscenos, de senos, vaginas, penes enormes y largos. Me daba asco. Sentía arcadas y quería arrojar la gaseosa.
Di vuelta al libro y hojeé sus últimas páginas. El epílogo estaba sin garabatos.
-Pocos saben que mi mayor pesadilla es extraviarme en una ciudad sin salida, en calles que no conducen a nada, que regresen a personas malas, delincuentes. Mi esposa me engañaba. Tuvo relaciones con John (Juan en mis pesadillas, sin duda), él debió morir destrozado por las bombas, pero su alma sobrevivió y se escondió en las cuevas. Le decíamos Kike (maldición, rezongué) . Era enviado desde el infierno. Prendió la semilla del mal en su vientre (la herida de bala). El comandante Calavera sabe del demonio, pero la comandante vencerá a todos, sea ella o nuestra hija peruana...-
Tiré el libro al pasto espantada, desorbité mis ojos y tapé mi boca apretando mis manos para no gritar.
Su hija peruana debía llamarse Tatiana.