Capítulo 26
1388palabras
2023-04-19 18:43
EL INFIERNO
Esa pesadilla fue horrible. No sé quién era yo, pero recibí la noticia sentada frente a un escritorio viejo donde llevaba mis apuntes: Jacqueline Moore ha muerto.
Me puse de pie y fui a la ventana buscando un refugio a mis penas. La noche se resistía a irse. Estaba vestida de militar, eso me parecía. Cubría de negro las nubes. Cuando vi el cielo (cuán tétrico era) oculto en sus melancólicas notas musicales, supe, apenas por unos instantes, en un ínfimo de segundo, lo que es perder a una amiga. No lo sabía. La daga estaba allí, en medio el pecho. Me hizo tiritar. Me sentí débil, sudorosa, destrozada. Tenía la garganta anudada. Tuve frío, mucho frío (era terciana y no lo sabía). Permanecí delante de aquel firmamento pálido y herido, cortado por la noche que lloraba conmigo las penas, mas no tenía llanto. La nostalgia estaba abrazada a mis piernas. Me besaba. Era una sombra. Sin pizca de nada, perfilada en el silencio del cuarto y los cristales rotos de las ventanas. Despeinada, tratando de olvidar mi dolor, mis recuerdos. A mí misma.

Oí gritos. Risas. Llanto. Entonces cerré los ojos y me mordí los labios, lo más fuerte que pude. En ese absurdo vacío, apareció la mujer. Arrastraba una musiquita de hojas otoñales. El viento jugaba con sus crines dorados. El vestido de noche, largo y brillante. Dos, tres vueltas frente a mis apagados sentimientos. (La música, mi pensamiento, la danza, oí gritos). La figura bailaba arrogante, sujetando la falda. Se dejaba envolver por las brumas de la tristeza y la densa neblina. Sensual. Se vino hacia mí, dejando acariciar su blonda cabellera por la borrasca. De golpe cayó un horrible silencio. La dama se volvió y barulló muy lejos, con la voz romántica, delicada.
-Stacy, siente las mieles de una vida que te deja sola, ahogándote en tus sueños inútiles. No olvides que la vida es amor y sangre, tristezas y alegrías. ¿Sabes qué es el mar? la humareda de lágrimas que dejan las ideas-, eso dijo.
Era ella. La capitana Moore. (Cuánto la admiraba, por el trato infantil y sencillo, diferente a todos nosotros, domada por una extraña quietud de princesa soñadora que la hacía dócil y humana. Tiernamente dulce).
-Moore, solía decirle, le falta carácter para estar en la guerra. Usted necesita voz de mando-
Me miraba con los ojazos negros, cansados. -Solo soy una capitana. Usted es la comandante-
Y reía sola. Las pupilas somnolientas clavadas a las mías. Haciendo reverencias, encadenada a esa guerra absurda.

Moore fue hecha prisionera dos veces por los talibanes. La primera vez escapó. Llegó al cuartel con la quijada partida, casi desnuda y la cara hartada de moretones. Quedé traumada. Su piel estaba desgarrada y las rodillas y codos astillados. El cuerpo hecho jirones por el enemigo. ("Fue horrible, Stacy", sollozó con la voz de niña, lanzándose a mis brazos, llorando quebrada por la emoción).
Le dieron de comer cucarachas. Lloró a gritos, pataleó apresada por el pánico de ver los repugnantes insectos aplastados con piedras, convertidos en caldo, como decían los talibanes. Moore se resistió, pero fue en vano... se la hicieron tragar a patadas y la amordazaron para que no lo arrojara. Luego la colgaron de los pulgares. (Yo no lo hubiera soportado).
Sin embargo a Jacqueline Moore no le importaba ver su sangre resbalar de la boca o la nariz de cada fierrazo que le tiraban. Permaneció días enteros atada en una fría celda, sin ropas, violada por cada asqueroso guardia, con las muñecas derruidas por las sogas putrefactas. Moore estuvo en medio de la humedad y siempre la mirada erguida. El sufrimiento de mujer lo llevaba dentro, abriéndole las venas, arrancándole su alma infinita y bendita.
Al enterarme que habíamos entrado cerca de las cuevas, me dirigí al campo de batalla y vi a Moore delante de las casas quemadas y los cadáveres amontonados junto a los carros incendiados. Me subí al asiento del jeep y le dije maravillada por lo que veía, -Usted es una heroína-

Moore jamás creyó en la derrota. Mi ego se negaba a reconocerlo. (¡Oh Dios! yo obvié su derrota y ni siquiera me arrodillé a pedirle perdón, ni besé sus pies avergonzada. Nada. La dejé morir sola, abandonada). Tuve miedo, terror, al final, por necedad, la capitana me dejó para siempre.
Ella confió en mí y la defraudé. La dama se perdió por el camino del olvido, envuelta en la trágica neblina de su pensamiento, amarrada a esa cortina, en silencio, atenazada a su carácter, sin fe ni amor.
Y habrá llorado mucho, la última noche, antes de ser ejecutada, en la plaza. Recostada en el rincón de la carceleta (sus hermosas piernas congeladas, los cabellos, su máximo orgullo, destrozados, marcada por los surcos del padecimiento) habrá dicho entrecortada por las lágrimas, "Stacy, por favor, sálvame, no dejes que muera", mas yo estaba lejos, indiferente, adorándome a mí misma, por mi egoísmo malvado, sin reparar, un instante, que la chica que colgarían de un árbol, creía en mí.
¿En qué pensaría esa larga noche, sumida en la quietud de la celda? Evocaciones de su infancia en Houston, quizás. Recordaría la vez que el general le puso en el pecho una medalla del valor y habrá gritado, ¡no quiero morir! y su grito se habrá ahogado rebotando en los barrotes, sin que nadie haga caso al suspiro ulterior de una mujer que merecía vivir.
¿En qué meditaría cuando iba al cadalso? ¿En el hombre que amaba? ¿En ella misma? ¿Sus padres? ¿Yo? No sé. Nunca lo sabré. (Deseo verla sobre la tabla, sonriente, sin temores, solitaria, muy bella, la más linda del mundo). Qué importa ya, murió decapitada por una desquiciada disyuntiva shakesperiana: ser o no ser.
Dos días después, me dirigí a su barraca. No había nadie. Puse la foto de ella en la almohada, cerré los ojos y apareció Moore. Callada recogí sus cosas, esas que solía llevar y que trajo de Houston. En el desbande de nuestra s tropas, la orgullosa capitana se quedó al mando del pelotón, cubriendo la retirada, empuñando su arma, dispuesta a frenar el ímpetu contrario. Y fue capturada. Jamás volvió.
Arrojé sus cosas a la fogata. Vi las llamas. Y allí estaba ella. No cruzamos palabra. (No imaginé que será la última vez que la vería). A la una de la mañana, cuando se alejó por la vereda, entonces adiviné que aquel había sido el adiós.
-¡Vuelve, Jacky!-
La figura de Moore se desvaneció en la noche. Había muerto.
La pesadilla había sido espantosa. Empecé a llorar sin contenerme, golpeándome el pecho. Esta vez la angustia era mayor a la de otras veces. Me ahogaba en la desesperación. Frotaba mis ojos, pellizcaba mis brazos, jalaba mis pelos. Presa del miedo, me envolví en la frazada y seguí llorando sin consuelo.
-¿De qué tata la obra "La Comandante"?-, le pregunté a Poli.
-No tengo ni la más remota idea-, me respondió disfrutando de un chupetín.
Le conté que había buscado en el internet y no había ni referencias del libro, ni de Stacy, Moore o Kroll.
-Son bien extraños esos personajes, le expliqué, parece que estuvieran en el infierno-
-O quizás en el purgatorio-, sonrió ella.
Eso sí me interesó.
-Imagino que debe ser como la Divina Comedia-, subrayé.
-Quizás. Yo leí alguna vez que el purgatorio es una agonía antes de irte con Satanás-
-¿Las cuevas?-, arrugué mi boca.
-Por lo que me cuentas, dijo Poli recostándose en su silleta y cruzando las piernas, parece que Stacy está en esa agonía, sufriendo mucho dolor y que teme ser condenada al infierno-
-¿Y la guerra, los talibanes, el enemigo?-, pregunté, recostándome sobre su cubículo.
-Creo que es una lucha ante un enemigo invisible, quizás más poderoso que todos: el miedo-, dijo ella.
Era cierto. Lo que palpaba en esas pesadillas no era la angustia o los padecimientos o lo insólita de las imágenes, era miedo. Lo palpaba como un plástico que me rodeaba y me dejaban estupefacta.
Le dije a Poli, también, de esos extraños sucesos del cantante, el hipódromo, el señor que perdió las piernas.
-Es miedo, terror, pánico. Eso creo-, dijo ella.
No debí conversar con Poli. Ahora tenía más miedo que antes. Mi corazón estaba a punto de estallar, igual mis sienes. Empecé a temblar.