Capítulo 22
1421palabras
2023-04-15 18:32
LLAMARADA
Siempre salgo a correr en las mañanitas por el parque, con mi perro. Me pongo mi buzo, me amarro una vincha para sujetar mis pelos y me coloco mis audífonos. Así doy hasta cuatro vueltas al parque junto a Mofeta. Él es muy entusiasta, más que yo, que soy remolona cuando se trata de hacer ejercicios. Le ladra a todos los canes que se encuentra en el camino. Por eso llevo conmigo mi bate para el softbol porque no falta un picapleito que quiera buscarle pelea a mi mascota. Me lo cuelgo en la espalda, como una mochila. A mi mamá le da risa. -Pareces una ninja-, me dice divertida.
No soy la única que sale a correr. Son varios muchachos que también duchan sus caras dando giros al parque, sonrientes, incluso moviendo los brazos como molinos. Otros hacen ejercicios y elongaciones en los jardines. Es un bonito ambiente, aunque nadie habla. Casi todos tienen audífonos como yo, y hacen sus rutinas sin importarles los demás.

La zona es además es tranquila, no pasan muchos carros, las avenidas están alejadas y es hábitat de miles de pájaros y loros que chillan sin cesar. Es bastante iluminada y hay serenos dando vuelta siempre. Por eso me gusta ese parque porque es súper seguro.
Mofeta es incansable, además. Yo apenas a la cuarta vuelta ya estoy doblada, sin fuerzas, sin aire, exánime y mi perro quiere seguir corriendo conmigo. Salta, me ladra, me hace juegos o recoge palitos de las ramas para que se los tire, meneando la cola.
Después que empecé mi relación con Marcio, se sumó, también, a Mofeta y a mí. Marcio madrugaba tan solo para correr conmigo. ¿No es lindo él? A veces llega en taxi, cuando se le hace tarde y me alcanza de dos trancos.
-Se me pegaron las sábanas, je-, se disculpa riéndose.
Yo intento no darle mucha pelota, aunque me gusta mucho, porque los dos somos bastante jóvenes para pensar en algo serio, sin embargo él estaba perdidamente enamorado de mí. El mismo hecho de madrugar tan solo para correr conmigo, lo demostraba. Me miraba sonriente, haciendo brillar sus ojos y me desafiaba en dar más vueltas. Yo le gané siempre, por supuesto, porque estoy en buena forma entrenando en la selección de softbol. Él con las justas daba una vuelta... y eso.
A Mofeta le encantaba estar con Marcio. Le hacía juegos, lo lamía, se subía a sus piernas y quería que le tirara palitos para ir corriendo tras ellos. Cuando, después de dar muchas vueltas, me ponía hacer elongaciones, mi perro y Marcio jugaban en los pastos, revolcándose como criaturas.

Yo le invitaba a desayunar a Marcio pero mi mamá le servía. Como toda madre, al principio lo veía con desconfianza, midiéndolo, recorriéndolo de pies a cabeza, escuchando lo que decía, su manera de comportarse y si tenía las uñas cortadas. También veía si sus zapatillas estaban limpias.
Mi padre en cambio, de arranque, le cayó bien Marcio. Se ponían hablar de fútbol todo el rato y hasta discutían por tal o cual jugador, por un gol y no sé qué cosas más porque de fútbol, no sé nada de nada.
-Ese chico es muy inteligente-, me decía mi papá cuando me llevaba a la universidad, después de bañarme. Marcio se iba a su casa, dejándome un besote en la boca que encelaba, al máximo, a mi madre.
-Es muy confianzudo-, me decía poniendo mi toalla, mis chancletas, acomodando el champú, el jabón y los perfumes.

-Ay mamá, todos los hombres son confianzudos-, le decía yo separando mi calzón y el sostén.
-¿Qué tal va en los estudios?-, me preguntó.
-Dice que va bien, pero yo no sé-, me incomodaba.
Esa mañana mi padre había llevado a Mofeta al veterinario para que le recorten las uñas y cuando estábamos corriendo, Marcio y yo vimos esa luz estallando cerca de nosotros. Parecía una explosión sin ruido, como si se prendiera una linterna o quizás fuera un fogonazo de un auto. Pero era imposible. Estaba debajo de los árboles, en unas matas raquíticas y cadavéricas.
-No vayas-, me suplicó Marcio, pero yo estaba intrigada por ese fogonazo que había estallado de repente, mientras corríamos. Los otros muchachos que hacían ejercicios dejaron de correr y se fueron, pensando, quizás en una descarga eléctrica o algo por el estilo.
-Quiero ver qué es-, le dije a Marcio. Fui de puntitas, caminando en forma cautelosa, alzando mi nariz pensando que podía oler algo. Los pájaros y los loros, callaron como nunca y había un fuerte viento, bastante, que me jalaba mi pelo amarrado en cola.
Volvió a reventar otro fogonazo y tuve miedo. Marcio agarró mi mano y se escondió tras de mi espalda. Con el rabillo de un ojo lo miré y vi que estaba boquiabierto, asustado, a buen resguardo, detrás mío. Restregué los dientes. -Hombres-, dije, alzando mis ojos.
Y allí lo vi. Era la misma figura que apareció en los vidrios. La imagen deforme, roja, con cuernos y la sonrisa fea, con colmillos, me miraba sonriente, entre lo pastos, como un recorte aplastado sobre la hierba, una hoja mal fotocopiada que sin embargo reía. Los ojos encendidos como llamaradas y los pelos en punta, igual a alambres. -Hola-, volvió a decirme.
No era mi imaginación. Marcio también lo vio. -¿Qué cosa es eso?-, se espantó. Me jaló del brazo y me abrazó. Esta vez fue protector conmigo y con resolución pateó el pasto con fuerza, varias veces y lo pisó igualito si matara una cucaracha.
-¿Qué es eso?-, volvió a repetir, estremeciéndome con su abrazo, estrujándome sin compasión. Yo estaba petrificada, con mis ojos desorbitados y la quijada colgando de mi boca.
Cuando ya no hubo luces, Marcio se inclinó para ver y ya no encontró nada.
-Ya se fue-, dije suspirando con angustia.
-¿Lo escuchaste?-, me preguntó Marcio.
Yo temblaba tenía los pelos de punta, mi corazón reventaba en el pecho y me orinaba de pavor. Me aferré al pecho de Marcio. -Llévame a casa, le supliqué, pero no le digas nada a mamá-, le pedí.
Marcio esperó que terminaran mis clases de Teoría Constitucional para que le aclare lo que pasaba. Me dio un chupetín y me hizo sentar en los jardines del campus. -¿Qué demonios fue eso?-, me exigió le aclare.
Yo no sabía, en realidad, lo que pasaba. Intenté ordenar mis ideas y le conté de las pesadillas, de los sucesos y de esa cosa que, por segunda vez, se me había aparecido. También lo del suicidio de Kike hace casi un año, del libro de La comandante, del periodista que se mató y el amigo de papá.
-¿Qué libro es ese?-, me preguntó tratando de atar cabos.
-De guerra, trata sobre una soldada norteamericana-, le conté.
Nos fuimos a la biblioteca. Poli (se llama Amapola, pero todos le decimos, simplemente, Poli) me miró sonriente. -Buen alazán, Tati-, dijo mordiendo el labio, azorando a Marcio.
Ella es la bibliotecaria. Es chistosa, divertida y le gusta chismear mucho. Siempre nos juntamos en la cafetería y nadie se salva de sus rajes, sobre todo los profesores. Sabe hasta el último de los romances que se desatan en el campus.
-Queremos un libro. La comandante-, anunció Marcio, rojo como un tomate.
Poli movió el mouse de su PC una y otra vez. Y allí estaba el renglón subrayado en rojo.
-Lo pidieron hace una semana y no lo han devuelto-, dijo divertida, siempre, Poli.
-Rayos-, me molesté.
Entonces Poli me miró rascando sus rulos.
-Tati, aquí dice que tú lo pediste-, me miró perpleja y asombrada. Yo miré a Marcio.
-No. No lo he pedido-, sorbí mi saliva. Sonó como un trueno resbalando por mi garganta. Poli dijo que iba a buscar la ficha de solicitud.
Eso sí que era extraño. Nunca le pedí ningún libro a Poli ni a los otros encargados de la biblioteca. Si iba a los libreros era solo para contarme chismes con ella. Yo siempre buscaba todo en el internet.
Poli regresó después de un rato con un folder donde archivaba las solicitudes de libros. Lo hojeó rápido y allí estaba la hojita escrita con lapicero y un garabato que parecía una firma.
-Aquí está tu nombre: Tatiana Rivasplata, tercer ciclo, derecho, hace dos meses-, me mostró Poli. Yo tenía rayos y relámpagos reventando en mi cabeza. Miré con detenimiento la solicitud y entonces vi la firma y desorbité mis ojos. Miré a Marcio pálida, entumecida, la sangre se me heló por completo.
Era la firma de Kike.