Capítulo 16
1266palabras
2023-04-09 18:54
EXTRAVIADA
Volví a tener un sueño extraño, desconcertante, feo y tétrico. Era un descampado largo, con muchas piedras y ramas muertas, refiladas a largas paredes pintadas con garabatos y ladraban los perros, amenazantes, con sus colmillos afilados, estrujando sus hocicos. No sé por qué tenía que ir por allí. Atrás había una avenida grande, pero me daba miedo. También me asustaban las esquinas con mucha gente esperando sus buses, agolpadas en las esquinas, junto a los postes de alumbrado.
Yo no debía ir por allí. No conocía ese descampado y tampoco sabía qué calle era ni a dónde iba. La avenida grande sí me llevaba a la casa, pero esa trocha de tierra, polvo, ramas secas, árboles muertos, perros molestos y gente que iba y venía, no me llevaba a ningún sitio. Dibujaba una ese y la salida se perdía en un corte hacia la nada. Yo fui hacia la nada como una zonza.

Seguían ladrando los perros y la gente que pasaba me miraba con desconfianza. Sentía sus miradas como aguijones hincando mis brazos y las piernas. Me daban más miedo. La trocha se estiraba y se estiraba, más y más, habían más piedras, más polvo, más tierra, más perros, más árboles muertos, más ramas secas, más incertidumbre, más miedo y más larga se me hacía ir hasta la esquina.
Entonces supe que me seguían. Dos o tres sujetos, no sé, pero me seguían. Me señalaban, me miraban, querían alcanzarme.
Todo se hizo angustiante. Empezaron a emerger gente de fea cara mirándome, grandotes, amenazantes, como espectros vacíos, atemorizantes, las caras ajadas, llenas de polvo, mal vestidos, con ropas ligeras. Y ya no habían paredes sino casas hechas con palos, cartones, triplay y plásticos. Todas las edificaciones eran iguales, tétricas, mal fabricadas, miserables, fantasmagóricas.
Los espectros emergían de la nada, también. Salían de las esquinas, en medio de los terrales, de las crestas de tierra apilada o recostados a paredes de ladrillo sin tarrajear, edificios sin ventanas, construcciones esqueléticas, con olor a humedad, a cemento también apilado, a vacío y tablones echando aserrín.
Apuré los pasos. Corrí. Tenía mucho miedo. Los perros seguían ladrando, cada vez más con fuerza y los tipos que me seguían estaban detrás mío, tratando de alcanzarme. La trocha giraba hacia la ese y habían más construcciones fantasmales, más ventanas oscuras y más hombres mal trajeados, con las camisas remangadas, con bermudas y en chancletas. Eso lo vi. Y tenían cuchillos sujetos en las correas. También lo vi.
No sabía dónde estaba, a dónde iba la trocha ni dónde sería atacada por todos esos hombres con sus cuchillos, sus caras malvadas y por los perros con sus colmillos brillantes. Temblaba. temblaba mucho. Estaba aterrada.

Los sujetos que me seguían ya iban a alcanzarme. Me iban a robar, eso es seguro. Quizás podrían pegarme. Temblé aún más. Y allí, en medio de esas casas de palos y cartones, había una entrada, allí me metí.
Era aún más oscura, no tenía luces, parecía otra calle que también iba a la nada, pero todo era hecho de triplay y cartones. -Por allí hay una salida-, me dijo alguien, señalándome unas escaleras tampoco tarrajeadas y llenas de piedras puntiagudas.
Subí las escaleras buscando la salida, pero los escalones estaban recortados por más cartones, más triplay y más plásticos. Jugaban niños, arrodillados en las casas, hablando entre ellos. Vi muchos pollos picoteando el piso y ropa tendida, muchísima ropa tendida, en todas las azoteas, no había ninguna terraza sin ropa colgada. Blanca, de colores y muchos pañales. Los tendederos estaban sujetos a tubos arqueados, meciéndose al aire. Eso me pareció.
Seguí subiendo las escaleras, y habían más casas malhechas, un surco como si fuera de acequia pero solo había barro a to lado largo. Y ya había sol. Despuntaba por encima de los techos de calamina y la ropa tendida. Un cielo límpido, sin nubes. Volaban los pajarillos.

-¿Para salir?-, pregunté a una señora. Tendía ropa. Todos tendían ropa. Ella no volteó a verme. Tenía un vestido floreado, sin mangas, y su pelo era negro. Me señaló que siguiera.
Y fui siguiendo el canal que no era de acequia y supe que había subido a un cerro. Era un escarpado repleto de casas. Me apuré porque otra vez sentía que me estaban siguiendo, que querían robarme, que, seguro, abusarían de mí.
Pero ese renglón final tampoco iba a ningún lado. Me había metido a otras casas, dentro de corralones donde habían muchos pollos, perros ladrando y niños jugando, bastante tierra y barro, demasiado barro.
No había salida. Estaba en medio de esas casas de palos y cartón de plástico y ventanas oscuras y vacías, de ladrillos apiñados, de montañas de arena y montones de cemento con carretillas tumbadas. El miedo me invadió por completo. Tuve pavor, angustia, desolación, desesperación y no sabía qué hacer, a dónde huir o pedir auxilio, pero ¿a quién?
Y vinieron los hombres, con sus cuchillos, sus bermudas y sus pies callosos que sujetaban las chancletas. Me iban a pegar, querían robarme y matarme y quise gritar y no pude, mi boca estaba amordazada por el miedo, por el pánico, entumecida y acorralada, rodeada de más perros y más pollos.
-¿Tatiana, qué pasa, hija?-
Era mi madre, me miraba sonriente, arreglaba mis pelos y sobaba mi frente.
-Estabas soñando, ay, niña, eso te pasa por comer en deshoras, antes de dormir, es malo acostarse con el estómago lleno-, me resondró.
Sudaba. Sudaba mucho. Mi corazón estaba acelerado y yo exhalaba pavor en mis soplidos. Me abracé a mi madre.
-Ya, ya, Tati, yo te cuido, vuelve a dormir-, me pidió.
Me acurruqué debajo del edredón y apreté mis dientes y desorbité mis ojos. No quería volver a soñar.
*****
-Qué barbaridad-, dijo Stéfani, cuando íbamos a clases. Ella miraba su celular, navegando en las noticias del día.
-¿Qué pasó?-, pregunté incrédula.
-El incendio, ¿no sabías? espantoso, jamás vi una cosa tan fea-
Yo no sabía. No había visto televisión. Desayuné rápido y tomé un autobús. Mi padre había salido más temprano al diario.
-¿Fue terrible?-
-¡Pavoroso! ¿Cómo puede vivir la gente apiñada así?-
Subimos por las escaleras de la facultad, rumbo a nuestro salón de clases. Varios chicos me saludaban. Yo les reía coqueta.
-¿Apiñada?-, me extrañó.
-Sí. Estalló una fábrica casera ilegal de pirotécnicos y causó un incendio horrible, se quemaron como ochenta casas, hay más de cien muertos, todos calcinados. Es un barrio mísero, casas de palos, madera, plásticos, esteras. Pobre gente-, me relató.
Dibujé en mis pensamientos el mismo pueblo de mis pesadillas.
-En un cerro-, balbuceé.
-Ajá, sí sabías, entonces, pobrecitos los animales, murieron también pollos y perros-
Me tumbé a mi silla, colgué mi mochila y crucé mis tobillos. Estaba con jean y tenis.
-Lo peor es que los bomberos no podían llegar. Todo es trocha, tierra, las subidas estrechas y no había agua. Las acequias estaban llenas de barro-, terminó de contar Stefi. El profesor entró a clases.
-Señorita Rivasplata, ¿qué nos puede decir del terrible incendio de anoche?-, me molestó, como siempre Mauro Torrejón, el profesor de Teoría Constitucional. Me pregunta por las noticias (sabe que mi papá es periodista), de los partidos de softbol o el reciente capítulo de la telenovela "Enamorada de mi ex" que me chifla y que no me la perdía ninguna noche. Él tampoco se la perdía.
A Torrejón, además, le gustan mucho las respuestas filosóficas con un gran tinte de ironía. Pasé mis pelos detrás de la oreja. -La muerte está agazapada en todos sitios, profesor Mauro, y desata su furia en el momento menos pensado-, dije.
-Bien, señorita Rivasplata-