Capítulo 15
1028palabras
2023-04-08 18:32
VICTORIA
Mi papá era el más feliz con mi convocatoria para el partido ante Chile en el diamante de Villa María del Triunfo.
-¡Vas a jugar por la selección!-, repetía eufórico, sin dejar de abrazarme y hasta mandó mensajes de texto a todos sus amigos. Me tomó una foto en el jardín de la casa, con la camiseta de la selección, mi gorra sombreándome los ojos, mi bate sobre el hombro y mostrándole el guante enorme del pitcher. -Yo soy la bateadora, papá-, le aclaraba pero él decía que el guante simboliza el softbol. Me tomó mil fotos y se la mandó a todos sus amigos.
El softbol es igual al béisbol, pero lo juegan las mujeres. Consiste en batear la pelota lo más lejos posible y correr en las tres bases que tiene el diamante. Cada vuelta es una carrera y gana el equipo que haga más carreras.
Pero si la bateadora lanza la pelota y la coge una adversaria, pierdes. Así de simple.
El día del partido, mi padre puso tempranito mi uniforme bien dobladito, al pie de mi cama, junto a mi gorra, limpió el bate hasta dejarlo brillante, puso mis zapatillas con sus pasadores en el suelo y también separó el guante. Me preparó el desayuno además: jugo de frutas y dos tostadas. Nada más, porque no podría jugar con el estómago lleno, me dijo.
Me levantó a las siete en punto. -¡A bañarse hija!-, ordenó. Yo estaba con flojera, somnolienta y quería seguir durmiendo, pero mi padre me sacudía furioso, jalándome el brazo. -¡Se te va hacer tarde!-, ladraba.
Rumiando mi cólera me levanté, estiré los brazos y quise volverme a lanzar a la cama, pero mi padre me cogió de los brazos. -No, princesa, a la ducha, te cambias y nos vamos al diamante-, dijo resoluto.
Protesté colérica en el desayuno. -¡Me voy a morir de hambre! Quiero mis dos panes con tortilla, papitas fritas y café con leche-, dije seria, ajando mi cara.
Igualito no me hicieron caso. Mi mamá había preparado sanguches para llevar al estadio y puso manzanilla en un termo grande. También acomodó tres tacitas de plástico y galletas de soda.
La entrenadora esperaba a las chicas en la puerta. -¡Eres la última en llegar, Tati!-, me reclamó.
-Había mucho tránsito-, intenté defenderme, pero no resultó. Me gané una buena resondrada.
Mi padre no dejaba de grabar todo en video, desde mi llegada al estadio, mi salida a la cancha, las fotos del equipo y me gritaba que salude, que ría, que levante la gorra que me ponga la gorra, que voltee gorra. ¡Bendita gorra! empecé a agarrarle cólera.
Yo iba a batear en la tercera entrada. Esa era la orden. Chile era un equipo fuerte, sus jugadoras se conocían bien, tenían una buena lanzadora y sus bateos eran contundentes.
Ellas nos llevaban una corta ventaja cuando la entrenadora me dijo que vaya a la cancha. -¡Golpéala con todas tus fuerzas, Tati!-, me ordenó. Me acomodé la gorra, cogí mi bate y salí al campo de juego. Mi papá se puso a brincar en las graderías, igual a un conejo, gritando con todas sus fuerzas -¡Bravo, Tati, bravo!-, repetía eufórico, frenético y febril.
Los aficionados que colmaban las tribunas voltearon a verlo ensimismados y absortos. Yo me puse roja como un tomate. La pitcher chilena también se divirtió conmigo.
-¿Ese es tu papá? Puh grita como loco-, me dijo riéndose. Me puse aún más azorada.
Golpeé el bate en mi tobillo. Me concentré bien. Puse firme mis pies como dijo la entrenadora, afilé mis ojos, apreté los dientes y cuando la chilena lanzó la pelota, la cogí, exacta, ¡pum! mandándola a las nubes. Salió como un meteorito, surcando el cielo, destellando y dando giros. Las chilenas corrieron tras la bola, gritándose, y yo tiré el bate y me eché a correr como centella recorriendo todas las bases. El público gritaba, aplaudía, me pedía que corriera más, mi entrenadora brincaba y mis compañeras de equipo estaban al filo de la cancha, también daban saltos, aupándome. Yo corrí con todas mis fuerzas, sin detenerme, convertida en un camión. Las rivales no pudieron coger a tiempo la pelota y cuando la lanzaron a una de las jardineras, yo ya había completado la entrada.
Con eso ganamos el partido.
Mi papá invadió la cancha y me subió a sus hombros. Mi entrenadora lloraba y el público me ovacionaba puesto de pie. Fue emocionante. Yo me reía, mis compañeras brincaban a mi entorno, mientras mi padre me paseaba por toda la cancha, llorando de emoción, repitiendo en medio de su llanto frenético, -¡ella es mi hija, mi hija es una campeona!-
Toda la semana mi padre me dio todo lo que yo quería: pollo a la brasa, helado de vainilla, minifalda nueva, cuatro leggins, hasta sostén y tanga de colores. Mi madre estaba furiosa.
-Ya déjala de engreírla. Solo fue un partido amistoso-, lo resondró a mi padre, pero él no le hizo caso. Me llevó, incluso, al concierto de Abracadabra de México, el mejor grupo rock del momento y que me tenía desquiciada. Se amaneció por las entradas, se peleó con mucha gente, pero me dio el gusto de estar en la zona VIP y hasta tomarme selfies con los músicos cuando se iban a los vestidores, después de su maravilloso espectáculo.
-Deja de engreír a tu hija-, volvió a molestarse mi madre. Yo la escuché en el cuarto cuando ensayaba con mi guitarra.
-La adoro. Es mi vida entera-, reconoció mi padre con la voz trémula.
-No es perfecta. Cuando falle entonces se sentirá demasiado decepcionada. Es mejor que tomes las cosas con menos euforia. Ya me imagino cuando se reciba de abogada. ¡Tirarás la casa por la ventana! O cuando se case. Capaz hasta vayas a su luna de miel a cuidarla-, le aclaró mi madre.
-No exageres, Joana. Pero está bien, seré menos efusivo con ella-, prometió papá.
Mi padre sin embargo, nunca cambió. Y no solo seguí siendo su princesita sino que siempre estuvo a mi lado en mis triunfos y derrotas en el softbol y me apoyó en mis estudios, exigiéndome, en todo momento, a ser mejor.