Capítulo 11
1278palabras
2023-04-05 18:43
Era cierto. Me conmovía la tristeza de Silvio y su mirada demasiado dolida. Estaba enamorada de su pena.
-¿Cómo puedes enamorarte de alguien por sus lágrimas?-, me reclamó Stéfani. Yo tampoco lo sabía, sin embargo me estremecía su llanto, aceleraba mi corazón, mordía mis labios, restregaba mis dientes, sobaba mis muslos impaciente, deseosa de él y sentía el fuego calcinando mis entrañas. Me encantaba esa sensación de éxtasis, de gozo. Encendía las hornillas en mis ansias y me sentía sexy, súper femenina, queriendo que me abrace y me bese. Eso sentía.
Esa tarde lo esperé en el complejo atlético, hasta que terminó de entrenar. Corrí para alcanzarlo, porque se iba de prisa.
-¡ Silvio!-, le grité porque ya no podía alcanzarlo.
Él sonrió. -¿Tú, la campeona de softbol?-
- Qué milagro, le dije, sabes reír-, le dije.
Silvio no se inmutó. Siguió su marcha.
- ¿Por qué sientes que todos se burlan de ti?-, intenté ser franca. Yo llevaba mi mochila colgada al hombro y tenía un libro que me prestó Stefi. Lo apretaba a mi pecho y allí sentía mi corazón acelerado y mis pezones duritos. Cada vez más me convencía que Silvio me volvía loca.
- Porque es así. Nunca he conseguido siquiera un diploma-, fue duro conmigo.
- Entonces deberías dejarlo-, le sugerí
-El atletismo me divierte-, me aclaró.
-Pero has perdido tu alegría. Estas malhumorado y...- , le fui diciendo pero él no me dejó terminar. Me interrumpió de improviso. - Tú no entiendes. Nadie lo entenderá-, me enrostró, hundiendo su dedo en mi pecho. Luego se marchó, dejándome sola.
*****
Me obsesioné con él. Me convertí en su sombra. No podía estar un día sin mirarle a los ojos, reflejarme en sus pupilas, sentirme suya, disfrutar de su pena. Stéfani me dijo que era sádica, gozando de su tristeza, pero era cierto. Me enamoraban sus lágrimas, el brillo de su llanto, sentía que me chorreaba como mantequilla estando cerca de Silvio. Me ponía hermosa para él, además. Usaba jeans bien pegados, todos rotos, o leggins, blusas estrechas y me soltaba el pelo desparramándolos sobre mis hombros y me pintaba la boca de un rojo intenso. Y me excitaba, me excitaba mucho. Quería ser suya
No me acuerdo cuándo me metí a disputarle una carrera. No había nadie entrenando esa tarde y apostamos en los cien metros. Me dejó relegada en la partida, lela y sin aliento.
- Rayos, acepté mi derrota, eres rapidísimo-
También me ganó en las vallas y el salto largo, pero le saqué ventaja en el ya-kem-pó para ver quién pagaba las gaseosas. Era alguito.
Silvio trajo las bebidas y me sonrió con su encanto tan varonil que me despeinaba. Se quedó mirando mis ojos. Yo me incomodé un poco, crucé las piernas, arreglé mis pelos mojados por el sudor.
-¿Qué?-, pregunté apretando mis dientes.
-Eres muy hermosa, Tati-, me dijo.
Ay, eso lo sentí como una caricia, él que nunca me había acariciado. Me estremecí completita y moví desesperada el tobillo que colgaba de mi pierna cruzada. Sentí mucho sofoco, saqué la lengua y me la mordí con los dientes. Creo me puse roja.
-Qué hermosa te ves así-, fue lo que me dijo.
Quedamos en silencio. Mi cuerpo era una antorcha, ardía en deseos de él, quería que me besara, encendiera aún más los fuegos que me calcinaban y chisporroteaban por mis poros. Él, creo, lo sabía. Sin embargo sus ojos estaban pintados de más pena y dolor.
Por fin rompió el silencio. - Tengo cáncer-, me dijo.
Quedé idiota. No supe qué decirle. Tanto había buscado la verdad y ahora no podía ni siquiera balbucear algo.
*****
Me escondí de él varios días. Pensaba en su aflicción, en el suplicio que llevaba sobre sus hombros, como si se hubiera apagado su existencia para siempre. No lo vi en varias semanas.
Una tarde, después de clases, lo busqué en el complejo deportivo. Había terminado de entrenar. Me miró indiferente.
-Quiero ayudarte-, balbuceé como una tonta.
- ¿Cómo? ¿Acaso eres Dios?-, me desafió.
Estaba molesto conmigo. No lo culpaba. Estaba defraudado de mí, porque en el momento que necesitó más respaldo, más atención, le volví la espalda y me recluí en mi propia necedad. En el vacío que me dejó su verdad.
-Solo te puedo pedir perdón. No vale mucho, pero me siento mal-, le dije.
- Eres indiferente al sufrimiento ajeno-, subrayó y me dejó con la palabra en la boca.
Esa noche me convencí que estaba perdidamente enamorada y que su eterna tristeza me habían flechado. Soñé con él y me sentí dichosa a su lado, mas no era cierto. Al despertar comprendí que me espantaba su soledad.
Nos volvimos a juntar varias veces en el complejo deportivo, compitiendo en la pista y el ya-kem-pó para fijar quién pagaba las gaseosas. Pero las horas se hacían estrechas para Silvio. El mal avanzaba. Estaba demasiado delgado y endeble. Ya no era el muchacho alto, fuerte, robusto que me eclipsó. Tuve miedo de seguir viéndolo.
Me llamaba o me dejaba mensajes de whatsapp pero yo no respondía porque tenía miedo. Me mandaba selfies también y estaba demacrado, vacío, ojeroso y mi pena era mayor, lloraba en silencio y sentía mi corazón estrujarse y ajarse de dolor y pena, de angustia y desilusión, de impotencia.
Al final me animé a buscarlo. Sus vecinos querían reunir dinero y enviarlo donde un especialista en Estados Unidos para que lo trate del cáncer. Llegué a su barrio y lo encontré sereno, pensativo, recostado a la puerta de su casa.
Sonrió con ternura. - Hola, te habías olvidado de tu atleta preferido-, bromeó.
Mordí la lengua para no llorar. - No, bromeé, encontré otro chico-
Silvio adivinó a qué había ido hasta su casa.
- Me he acostumbrado a cargar la cruz. Me entristece dejar algún día todo esto. Ahora sé lo que vale la vida-, me contó.
Ya no podía resistir más. Mis ojos se llenaron de lágrimas y el llanto rebasó mis mejillas. Quería gritar que todo fuera mentira. Silvio se contagió y exhaló desgarrado. - Es el destino, Tati. Acepta que no es la satisfacción material la que importa-, enfatizó.
Lo vi tan tristemente guapo.
- ¿Qué pasará después?-, mordí mi lengua.
Los ojos de Silvio también represaron las lágrimas
- Ya hay una meta final en la carrera de mi vida-, me dijo.
Yo no tenía palabras y lloraba. Lloraba como una niña.
-Gané en el atletismo, porque me había obsesionado en triunfar. Igual me obsesionaré en ganarle a la vida-, insistió.
De repente me tomó de los brazos.
-Tú eres una mujer muy fuerte, valerosa, que no se resigna a perder. Eso es lo que he aprendido de ti. Recuerda tener esa fuerza cuando enfrentes a la maldad-, fue lo que me dijo.
Y me besó tiernamente en la boca, sorbiendo mi pesar, saboreando el vino de mis labios, exprimiendo mi saliva, queriendo embriagarse con mis besos.
- Me has hecho ver la vida de otro modo- le conté.
- Tú también me ayudaste a comprender que no hay un solo carril en la pista de la vida-, me confesó
-Espero puedas curarte-, imploré.
No me escuchó.
Esa misma tarde, se lo conté todo a Prudencio. Ya no podía soportar más la pena inmensa que sentía por Silvio.
-¿Tú crees que pueda curarse?-, le pregunté, finalmente, dejando correr algunas lágrimas.
Prudencio empalideció de repente. Parpadeó muchas veces y descolgó la quijada. Tragó saliva.
-Tati, el atleta Silvio Dulanto murió hace veinte años, víctima de cáncer-, dijo sorprendido y entumecido.
Sentí muchos rayos taladrando mis sesos, reventando como truenos en mi cabeza, rebotando en todas las paredes de mi cabeza.