Capítulo 9
1305palabras
2023-04-03 19:00
-No conoces a Carlos, cómo puede gustarte-, se molestó, días después, Stéfani.
-Tiene unos ojazos hermosos, muy varoniles. Es todo un hombre, hummm-, le dije ensimismada, suspirando, apretando mi cuaderno de apuntes a mis senos emancipados bajo la blusa.
-Muchos hombres tienen la mirada bonita-, insistió Stéfani.

-Pero él mira lindo. Me encantó cómo me miraba-, le aclaré suspirando, mirando el cielo, pegando mi hombro a mi mejilla.
Stéfani jaló sus pelos. -Ay, necesitas un novio urgente-, se quejó.
-Y si vieras su risa, Tefi, ay, qué lindo se ríe. Reía con esa fantasía que desvaría el pensamiento y excita, enciende las llamas del sexo, del deseo, de querer ser suya, hummmmm-, le reiteré dándomela de poeta.
-Estás tomando muy en serio tu papel en esa obra de teatro-, sonrió Stefi.
Caminamos por el empedrado que le hacían renglón a las rosas. Tenía colgada mi mochila al hombro y sentía mi corazón rebotando en las paredes de mi pecho, con encono y algarabía.
-Te digo que lo conozco de algo-, insistí.

Entonces oímos un trueno reventando cerca, como un cañonazo, ¡pum! que nos alarmó. Se alzó una polvareda larga como una humareda marrón. Fue cuando llegó corriendo, asustado y empalidecido, William, un amigo en común de las dos en las clases de derecho.
-¡Una tragedia! ¡Ha ocurrido una tragedia!-, gritaba presa de la desesperación. Corrimos siguiéndolo hasta donde estaba el desván envuelto en la intensa polvareda, cubriendo todo igual a una tupida neblina, haciendo irrespirable el ambiente.
-¡¡Cayó la biblioteca sobre el desván!! Ese cuartucho viejo de palos y triplay no resistió el peso-, detalló un profesor, angustiado.
Miré a Stéfani y me puse pálida. Mis piernas empezaron a doblarse.

Los bomberos llegaron casi de inmediato y empezaron a remover los escombros. Nos alejaron a muchos metros. No veíamos nada. Yo me ahogaba. La alergia me cerró las narices y tenía la garganta anudada. Stéfani me jaló del brazo hacia un descampado y me pidió que respirara hondo. Sorbí desesperada mi inhalador.
-¡Tati, Stéfi!, gritó William, ¡encontraron cinco cuerpos aplastados!-
Yo ya lo sabía. Tapé mi boca con la mano y rompí a llorar.
Déborah, Blanca, Karin y Carlos y el actor Rufino Méndez, murieron triturados por los adoquines de cemento, cuando garabateaban la obra de teatro que harían para mí.
LA LUZ
-Entiéndelo Joana, nuestra hija tiene un problema mental, está desequilibrada-
-No, no, Roger, no es así. Es insegura-
-No te encierres en una cápsula. Mira su comportamiento tan raro-
-Es una chica normal. Tiene amigas, sale con hombres, se divierte, juega voleibol, también softbol, está en la universidad, estudia mucho, estudia teatro, tiene buenas calificaciones. Ve cable, también, tiene su Facebook. ¿Tú has entrado a su Facebook? Es muy normal-
-¿Entonces?
Mi papá, en realidad, tenía razón. En esos últimos días, yo estaba sumida en un desesperante extravío, sin definirme, sin saber qué pasaba conmigo y mi cabeza estaba alborotada por esas horribles pesadillas. Había perdido a mi enamorado y se sucedían cosas extrañas que me aterraban. Ni el psicólogo ni el psiquiatra podían descifrar mi desconcierto. Yo me sentía resbalando por una pendiente y esos sueños me asustaban demasiado. A mi padre le aterraba el suicidio de Arnao. Yo no les había contado del accidente del desván ni tampoco les dije de "Pecas", porque no quería asustarlos más de lo que estaban. Los veía sufrir y eso me disgustaba y me mortificaba. Intentaba cantar, bailar, poner música que grababa en el USB y me vestía con shorts, minifaldas, leggins, a la moda, para que se tranquilicen. Invitaba a mis amigas a comer galletas y salía a bailar los sábados. Mi papá me escribía siempre al whatsapp preguntando si me encontraba bien y yo le mandaba muchos emojis para que esté tranquilo.
Ahora recuerdo. Fue una tarde luego del entrenamiento de softbol, en Villa María del Triunfo, donde está la cancha. La entrenadora, Paula Cortes, me llamó después de la práctica.
-Tati, eres la mejor del equipo, tienes siempre un rendimiento perfecto, eres una excelente bateadora, la federación está muy a gusto contigo. Te haremos un contrato. Eso te ayudará a cubrir tus gastos-, me felicitó. Yo tenía la gorra al revés, sujetando mis pelos largos y llevaba el bate tumbado en mi hombro. Sonreí contenta.
-Se lo debo a usted entrenadora-, dijo coqueta. Mordí mis labios y me fui brincando a los vestidores. Allí comenzó la pesadilla. Me tropecé con los escalones y me caí y me golpeé fuerte la cabeza. Ya las otras chicas se habían marchado. Yo estaba sola. No perdí el conocimiento, pero todo se oscureció en mi entorno y traté de palpar el telón negro que me envolvía y se rajó bastante, como una tela, donde se filtró una luz potente, violenta, muy brillante que me empujo hacia un lado. La luz se desbordó por el vacío y quemaba, quemaba mucho. Yo me agaché, cubrí mi cabeza con los guantes del softbol y temblé de miedo. La luz revoloteó por todos lados, tratando de ahuecarme la piel y meterse dentro mío. Me acurruqué de miedo y apreté los ojos, los dientes y me hizo un ovillo con mis rodillas. Un viento fuerte se metió también, por la abertura del envoltorio negro y de pronto todo fue silencio.
-¿Estás bien?-, preguntó la mujer de limpieza, tomando de mis codos, tratando de levantarme. La miré sin entender lo que me había pasado.
-Sí, me caí, ¿vio la luz?-, pregunté.
-¿Cuál luz?-, se extrañó la mujer.
-La que quería meterse en mi cuerpo-, le subrayé convencida.
-Mejor te revisen el golpe-, dijo ella.
Me duché tranquila, luego me puse mi sostén, mi calzón, mi jean pegadito y la blusa verde floreada con las mangas cortas. Me calcé mis botines marrones, esos que tienen flecos, y me peiné chorreando el agua al caño. Y lo vi otra vez, ahora en el espejo.
-Hola-, me dijo y yo me sobrecogí, salté y sentí mi corazón arrebatarse en giros y rebotes dentro de mi pecho. Era una imagen deforme, roja, con cachos y la sonrisa fea, con colmillos. Los ojos encendidos como llamaradas y los pelos en punta, igual a alambres.
Pero no había nada. Solo mi imagen con mis pelos chorreando agua.
Entonces se multiplicaron las pesadillas, una tras otra, siempre enredadas, incomprensibles, con ideas entreveradas, conceptos rebuscados y balbuceos sin razón ni lógicas. Como un pesado libro de frases extrañas y fuera de contexto.
Mi padre me esperaba con el auto, en el parqueo. Estaba con los brazos cruzados. Cogió mi maletín y lo puso en la maletera, con el bate y los guantes. -Te vi muy bien hoy. No entiendo nada de esto pero juegas bien. Tu entrenadora te aplaudía mucho-, me fue diciendo.
Le conté que la federación me haría un contrato y él se alegró mucho.
Camino a casa decidí hablarle.
-¿Crees en el demonio, papá?-, le pregunté. Tenía que hacerlo. Mi padre fue siempre el guardián que me protege, me resguarda y es mi héroe cuando necesito su ayuda, su respaldo, sus consejos y me salva siempre de todo aprieto. Sigue siendo mi héroe.
-El demonio es la maldad, la mentira, hacer daño a los semejantes. No es un personaje, es un acto, es un sentimiento. Eso es el demonio-, me dijo.
Me recosté a su pecho y él acarició mis pelos y besó mi cabecita. Percibió que yo temblaba.
-No le tengas miedo, hija, el demonio se desvanece siendo buena y tu eres una chica muy buena, noble y gentil, tu corazón rechaza toda maldad-, me recomendó
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-Esa mujer necesita un hombre, un enamorado que la ponga en su sitio-, rezongó llorando mi padre.
-No sigamos discutiendo de lo mismo, Roger-, reclamó mi madre.
-Ojalá después no sea tarde-, se marchó mi padre dando un portazo.
No sé por qué, pero me puse a llorar.