Capítulo 8
1420palabras
2023-04-02 18:50
EL DESVAN
No podía despertar por más que lo intentaba, con desesperación y encono. Ya no quería seguir sumergida en esa pesadilla porque era horrible, muy fea, como una película de terror, pero me atrapaba, jugaba conmigo, y además me besaba, lamía mis pezones, me excitaba. Sentía, también, que caía un gran vacío. De repente, estaba en la universidad.
La tarde se desplomaba sobre el patio, hundiéndose en el cuarto que hacía de aula universitaria. Un vejete cerrado de triplay, con las ventanas forradas de plástico. Me encogí y subí el cuello de la casaca, porque había frío. Un viento helado rebotaba e iba a patearme la cara, burlándose de mi pena, del alma quebrada en pedazos. Me empujaba al saloncito.
Fue cuando abrí la puerta. Todos voltearon a verme. Al fondo estaba la pizarra y el profesor de Historia Socio-Económica, un tuerto que sufría de asma y se atragantaba, siempre, en medio de la clase. Me aburría escucharlo, porque no le entendía nada. Me miró extrañado, recorriendo su único ojo en mi vaga melancolía. Le importaba un pepino. Fui pausadamente, queriendo ironizar el instante hacia la carpeta donde acostumbraba a sentarme. Arrastraba los pies y sentía el atisbo de los compañeros, apuñalándome por la mala costumbre de herir a quien sufre por un montón de ideas que no alcanzó a entender.
Cada paso lo sentí como si aplastara el fortuito de la existencia. Lo apretujaba en mi trastornada cabeza en una vertiginosa y aburrida secuencia de ingratos momentos salpicados del recuerdo cruel que aleteaban en mi memoria, como dardos, haces de luces, fogoneando la mente. La encerraban en nostalgia y sueños prohibidos. Diría el poeta, el híspido del tormento. Un epitafio al sentimiento que riego en lágrimas, llevando las cadenas del fracaso. Con el rabito del ojo, noté el ambiente pestilente a desengaño social. Qué curioso. Hacía meses que las cátedras eran sólo con cuatro gatos y ahora todos estaban en la clase. Déborah, Blanca, Karin. Únicamente mi asiento permanecía desierto, desolado, abandonando, perdido en su inquebrantable soledad. El solitario amigo en esos largos meses. El muro de mis lamentos. El fiel testigo de mis éxitos y frustraciones. El último dique que quedaba por estallar de un petardo y mandarlo todo al diablo. Lo sabía. La silla también.
Alguien se molestó por el aroma de amor sepulto, rodando tras el abismo de mis sentimientos. Era su problema. A mí no me importaba. Cualquier camino de interrelación con mi persona, se encontraba bloqueado, lapidado por el fracaso. Le prendía fuego y lo dejaba cenizas. Estaba defraudada, desengañada. No creía en nadie. Todos me resultaban despreciables. Hipócritas y malvados. La amistad me valía un puto cobre.
Entonces supe que estaba secuestrada en una selva nauseabunda en mis pesadillas.
Allí estaba él. Lo contemplé largo rato, cerca a su carpeta, admirando el brillo sus cabellos y lo varonil de su atisbo. Quisiera que hubiera sido más fácil y el redoble de los tambores se silenciaran y no se sigan burlando de mí. Y él no estuviera disparando a mansalva su mirada allí en el patio, junto al pilón, en los bajos de la Biblioteca, cuando le dije que lo amaba.
No lo entendió. !Qué lo iba a entender¡ Mi sentimiento no le importaba nada. La noticia corrió como reguero de pólvora. Carlos le dijo no a Tatiana.
El profesor permaneció absorto, tratando de interpretar la desidia y buscando una explicación a ese silencio súbito que envolvía el aula. Para él, yo era una más. Un código en su folder de evaluación. Deseaba desaparecerme. Lo leía en su ojo. Destilaba veneno. Bailaba bajo las cejas, danzando al compás de la música enfermiza de aquellos que estaban en el cuarto oscurecido, empequeñecido al estupor del eco.
Y allí, mi "rocinante" de madera, mi silla... cuán triste se erguía. Jaloneada por el tiempo, empalidecida, llorando en quietud, mi pena. Quisiera cantarle que no es difícil prescindir de una en una sociedad corrupta, enajenada, egoísta y estulta, que vive para hacer daño y es materialista. No importa el alma por más que se rompa en un millón de pedazos. Quisiera decirle aquello de "cada quién con su problema", que aprendí a mascullar, cuando empezaron a cerrarse las puertas de la comprensión y me enteraba que para cada hombre, la mujer es solo un adorno. Ella, la silla, no lo entendería.
Me senté y agaché la cabeza, humillada de mi misma. Pensaba en la dulzura de la escisión que aborrece los encantos de natura cuyo exordio recuérdame el aliento de una amistad libre de ideología descabellada. Mi cabeza ya no razonaba. Estaba en un limbo de vagas figuras inertes que colgaban de luces multicolores y exiguas. Me excitaba, pero entonces sabía que la hora era eterna y las campanadas me atormentarían todas las noches.
Mi mente depravada deliraba por el amor imposible. Rodaron las lágrimas, como cascadas. Levanté la tristeza y los vi a todos contemplándome en silencio. Volátiles. Imperturbables también. Entumecidos. Lo vi a él. No supo esconder a tiempo su mirada. Le imantó el cristal de mi llanto. Entonces eché a reír. A carcajadas, por el prurito de reírme para, quizás, se adormezcan mis dolores. Carlos continuó mi sátira, la última comedia. Reía con esa fantasía que desvaría el pensamiento y excita, enciende las llamas del sexo, del deseo, de querer ser suya. Una secuela de risas atrapadas en las insomnes paredes del cuarto. Una burla más a mi calvario.
Me desperté horrorizada con las carcajadas aún retumbando en mi cabeza. No entendía nada. No sabía quién era Carlos, ni el profesor tuerto, ni me sentaba en una silla, ni conocía a Déborah, a Karin ni a nadie, no estaba enamorada de alguien y menos mascullaba "cada quién con su problema". Corrí al baño a vomitar. Eché mucha saliva y flema.
-Mamá tengo mucha flema-, le dije a mi madre.
-Es la alergia, hija-, me aclaró con su vocecita tan maternal.
Fui a la universidad, me tocaba la clase de teatro, y ya no quería pensar en ese estúpido sueño, sin sentido que seguía revoloteando en mi cabeza con ese montón de frases sin sentido. Yo estaba sola, sin enamorado, buen tiempo, pensaba, incluso, que no necesitaba de un hombre por ahora y tampoco me consideraba un adorno de nadie.
Stéfani me presentó a Blanca.
-Es nueva en la clase de teatro. Estará con nosotras-, me dijo. Junté los dientes. -Hola, es un gusto-, le respondí.
-Señorita Rivasplata, me llamó el tutor de teatro, necesito hablar con usted. La espero en el desván-
Mi corazón empezó a acelerarse. El desván estaba bajo la biblioteca. Un cuarto vejete cerrado de triplay, con las ventanas forradas de plástico, igualito al de mi sueño. Allí habían varios chicos sentados.
-Haremos la representación de la "señorita de Tacna"-, me anunció el tutor acomodándose en una silla. Me invitó a sentarme. La silleta también la había visto en mi pesadilla, era igualita. Era el "rocinante", si.
-¿Yo?-, me incomodé cruzando las piernas.
-Carlos la sugirió-, dijo. Desorbité los ojos.
-Usted encaja muy bien en el papel-, me dijo Carlos detrás mío, erguido como un espectro. Tenía un destellante brillo en sus cabellos y me impactó lo varonil de su mirada, lo hermoso que era.
-Pero haremos una sátira. Queremos que rías, rías mucho-, me martilló.
-Déborah, Blanca y Karin harán el argumento-, anunció el tutor.
- La idea de la obra es reflejar una sociedad corrupta, enajenada, egoísta y estulta, que vive para hacer daño y es materialista, como la actual-, insistió Carlos.
Volví a tener náuseas. ¡¡¡ Eran esas mismas frases sin sentido!!!
-Por ejemplo uno de tus párrafos dirá que "disfrutas la dulzura de la escisión que aborrece los encantos de natura cuyo exordio recuérdame el aliento de una amistad libre de ideología descabellada"-, leyó de un papel Carlos.
Junté mis manos en mi boca. Quería gritar. Eso me aterraba más y más.
Todos me miraban. Reían con las miradas. Y se abrió la puerta y entró un señor calvo, de bigotes. Respiraba con dificultad, quizás por el asma.
-Tú le dirás a Carlos que lo amas, pero él te dirá que no, será diferente, algo colosal-, anunció, riendo, largo, divertido, lleno de humor.
-¡El primer actor, Rufino Méndez!-, estalló el tutor festivo y proclamándolo delante mío.
Mi quijada se descolgó y puse mis pelos detrás de las orejas, en forma instintiva. Él miró mis senos redondeados en la blusa y se ensimismó de mi sorpresa.
--¿Le pasa algo, señorita?-, preguntó incrédulo.
Rufino Méndez solo tenía uno ojo.