Capítulo 35
1153palabras
2022-02-23 15:21
Al salir de la empresa, Sheryl decidió tomar un taxi para volver a la residencia de la familia Lance, pero, de pronto, el cielo comenzó a oscurecerse y las personas en la calle se quedaban sin aliento debido al aire caliente y sofocante. Sheryl se paró en la acera a esperar un taxi y se percató de que estaba a punto de llover.
«¿Cómo estará el clima en Estados Unidos? ¿Se habrá acostumbrado a todo allá?», pensaba Sheryl y, de repente, el sonido de un trueno la asustó y le sacó por un instante a Frederick de la mente. Empezó a llover a cántaros, por lo que miró a su alrededor en busca de un lugar donde refugiarse de la lluvia, pero no había ningún edificio cerca. Para colmo de males, no pasaba ningún taxi y no tuvo más remedio que quedarse en la acera esperando bajo la lluvia.
Al cabo de unos diez minutos, un taxi se detuvo lentamente frente a ella, así que abrió la puerta y se subió. Se le puso la piel de gallina y comenzó a temblar de frío porque el chofer tenía el aire acondicionado encendido. Al ver por el retrovisor que estaba empapada, el chofer le entregó una bolsa de plástico.
—Póngase esto para que no me moje el asiento.
Sheryl no tuvo más remedio que tomar la bolsa de plástico y hacer lo que le pedía el chofer. Llegó a casa de noche y bajo la tormenta. Estaba toda empapada y tenía la ropa pegada al cuerpo; como si la acabaran de sacar del agua. Cuando la señora Cindy la vio, enseguida le alcanzó una toalla seca.
—¡Señorita, está empapada! —exclamó preocupada.
Aún temblorosa, Sheryl sacudió la cabeza para indicarle que estaba bien, pero Cindy se sintió angustiada de verla en aquel estado.
—Acabo de terminar de preparar la cena, así que suba a cambiarse de ropa y baje a comer.
Sheryl subió a su habitación y se dio un baño caliente. Se sintió mucho más cómoda después, pero, cuando salió del dormitorio, empezó a estornudar, por lo que Cindy le sugirió que bebiera un poco de té de jengibre antes de comer.
—Jovencita, cuando salga debe llevar un paraguas. El cuerpo de una mujer no es tan fuerte como el de un hombre y no puede permitirse el lujo de mojarse con la lluvia. Puede que no sea un problema ahora, pero cuando envejezca puede traerle enfermedades —comentaba Cindy mientras Sheryl comía.
—Gracias, señora Cindy —le agradeció Sheryl en voz baja.
—Por cierto, señorita ¿por qué no he visto al señorito Frederick estos días? —preguntó Cindy, intrigada.
—Frederick, viajó a Estados Unidos por cuestiones de negocios —respondió Sheryl con la mirada apagada y una sonrisa fingida.
—Ahora entiendo. Señorita, cuando termine de cenar, por favor, suba a descansar —dijo Cindy con tono maternal.
Después de la comida, Sheryl se sintió un poco mareada, entonces subió y se envolvió en el edredón. Estaba inquieta y no conciliaba el sueño. Se revolvió varias veces hasta que se quedó dormida. Entonces, empezó a soñar. Al principio, tuvo sueños de su infancia. En aquella época, su madre no se había marchado y tenía una vida feliz. Además, su madre cocinaba a menudo en la cocina, mientras ella y su padre jugaban a los bloques de construcción afuera de la casa. Era un juego infantil, pero ellos se divertían.
Después, soñó que, tras la desaparición de su madre, su madrastra entraba con prepotencia por la puerta con su hermanastra, y Sheryl se visualizaba de niña cerrando la habitación de un portazo. A partir de entonces, se volvió rebelde y dejó de ser obediente. Todos decían que era malcriada e ignorante, pero nadie conocía el dolor más profundo de su corazón.
En la segunda mitad de la noche, tuvo varias pesadillas relacionadas con su vida anterior. Veía una vorágine de escenas dolorosas, y le dolía tanto el corazón que, dormida, se llevó las manos al pecho. En el sueño, se vio acosada, parada en el centro de una multitud. Las personas que la rodeaban la señalaban con el dedo y con saña le gritaban: «¡Asesina!», «¡Sheryl, eres una asesina!», «¡Mereces morir!», «Asesina, mereces morir».
Lloraba y trataba de explicar, pero nadie la escuchaba. Luego, los de la multitud la agarraron y la llevaron a una húmeda y oscura prisión con olor a moho. Tenía el uniforme de prisionera manchado de sangre y el cabello desordenado. Temblorosa, se arrodilló en un rincón.
Durante los días que estuvo en la prisión pasó frío, no dormía bien y la comida siempre se le podría. En la madrugada, gritaba de miedo porque los ratones le caminaban por encima y le mordisqueaban la ropa. Las reclusas eran toscas y nada simpáticas. Además, no dejaban de golpearla, patearla e insultarla. Incluso la acusaban con los guardias de ser la culpable de los conflictos para que la golpearan con sus varas eléctricas.
En la cárcel, la vida de Sheryl era peor que la muerte. A diario se le hacía una herida nueva en el cuerpo, y sentía tanto dolor que prefería morir: era como una hormiga que todos pisoteaban. Cada día sentía como si se ahogara en un profundo pozo en el que ni siquiera podía verse los dedos. Se esforzaba por encontrar la salida, pero su cuerpo seguía hundiéndose en la oscuridad.
Aquella pesadilla no tenía fin. Soñaba que los guardias de la prisión la obligaban a beber veneno y que le salía sangre por la boca. Le dolía. ¡Era un dolor desgarrador! El veneno le atravesaba los intestinos y el dolor se sentía como si numerosos gusanos royeran su carne y la torturaran hasta desgarrarla.
Por alguna razón, la señora Cindy se preocupó por Sheryl, así que decidió subir a ver cómo estaba, ya que se había empapado con la lluvia y no parecía estar en su mejor estado emocional. Cindy no se perdonaría si le ocurría algo, por eso, fue a echar un vistazo.
En cuanto entró a la habitación, vio que Sheryl tenía el rostro enrojecido y empapado en sudor. Además, la notó intranquila, como si estuviera viviendo una terrible pesadilla.
—No, no... —balbuceaba Sheryl con una expresión de angustia.
Asustada, Cindy enseguida se le acercó, la tocó por el brazo y la llamó:
—Señorita, señorita.
Sin embargo, Sheryl no despertaba, ya que estaba profundamente dormida. Daba lástima verla.
—¡No quiero morir, no quiero morir! Créanme, me acusaron... —continuó balbuceando.
Preocupada, Cindy le puso una mano en la frente para comprobar la temperatura. Se horrorizó, pues con solo rozarle la piel tuvo que retirar la mano. Sus años de experiencia le decían que la señorita tenía fiebre muy alta, y seguro de no menos de treinta y nueve grados; y si no bajaba podría tener daños cerebrales. Cindy se asustó tanto que salió de la habitación y bajó las esclareas a toda prisa para contactar al médico. Mientras bajaba vio que Frederick regresaba.