Capítulo 15
1562palabras
2022-11-01 17:14
El peso de mis t*stículos hacía que sonaran como bofetadas mientras penetraba la v*gina húmeda de esa mujerzuela a un ritmo frenético y sus fuertes gemidos se oían en toda la habitación al tiempo que nuestros cuerpos estaban entrelazados.
Ella era una de esas z*rras tontas del colegio, por lo que ni siquiera recordaba su nombre. De hecho no me importaba cómo se llamaba.
Ella giró sus caderas mientras se acomodaba nuevamente sobre mi p*ne y sus gritos de placer resultaban algo molestos para mis oídos.

Ella estaba muy excitada montando mi p*ne hasta llegar al org*smo.
Ese era el tercer orgasmo de esa z*rra... o quizás el cuarto.... y yo ni siquiera estaba cerca del mío.
Ni la mitad de cerca de llegar al org*smo...
Ella era demasiado aburrida; no era morena y sus ojos no eran grises. No tenía las curvas ni las formas armoniosas de la mujer que realmente me parecía atractiva.
Ella no era la mujer a la que quería f*llar en ese momento.
Cerré los ojos brevemente mientras jadeaba ruidosamente.

Gracie, en cambio, era una chica que me encantaba. La encontraba fascinante.
Ella era tan inocente... una z*rra tan sucia...
Imaginaba su v*gina rosada, brillante e intacta siendo destrozada por mi monstruosa p*lla.
Todavía recordaba el placer en su rostro mientras devoraba con ansiedad su cremosa v*gina.

Ese recuerdo envió una ola de lava pura a través de mi ingle y la sangre fluyó por todo mi cuerpo haciendo que yo tuviera una erección. Mis venas estaban muy dilatadas mientras yo ardía de deseo.
Mis embestidas eran cada vez más rápidas, profundas y violentas. La tomé del pelo con fuerza mientras jadeaba.
¡Caramba! ¡Aquella escena era realmente candente! 
Le di una fuerte nalgada que la hizo gritar de dolor... o tal vez de placer.
Eyaculé en el condón apartándola mientras recuperaba el aliento, pues aquel acto sexual me había dejado agotado.
Bastaba con que pensara en ella para que el deseo sexual se apoderara de mí.
"¡Vete!", le ordené con frialdad y sin contemplaciones a aquella mujer.
Ella hizo un mohín que probablemente pensó que era seductor y puso una mano en mis hombros.
"¿Puedo pasar la noche aquí? Ya es muy tarde...", me dijo agitando sus pestañas postizas frente a mí y haciendo girar seductoramente sus rizos entre sus dedos.
Pero ella estaba muy equivocada. No conocía la ruda personalidad que me caracterizaba.
No soy un tipo tierno; solo las f*llo y luego se van y no vuelvo a verlas. No acepto condiciones.
"¡Sal de aquí ahora mismo!", le espeté con mayor rudeza esta vez. Ahora era obvio para ella que yo no iba a transigir. 
Ella me lanzó una mirada furiosa pero obedeció mientras comenzaba a buscar su ropa.
Ya habíamos f*llado, así que ya podía largarse. Ahora quería estar solo.
En cuanto se marchó me aseguré de cerrar la puerta firmemente para que no volviera a importunarme.
Apoyé mi frente contra la puerta durante algunos instantes.
Era solo una más de las tantas veces en que lo único que deseaba era estar solo.
Sin embargo, aquella noche mi deseo de estar solo era más intenso que de costumbre.
Mi actitud obedecía al hecho de que aquella noche era el aniversario de la muerte de ellas, así que los recuerdos que yo trataba de mantener alejados de mi mente resurgían con fuerza inusitada.
Le propiné un fuerte puñetazo a la pared, dominado por las emociones que me embargaban.
¡M*ldición! No era nada agradable cómo me sentía en esos momentos.
Había demasiada oscuridad en mi interior y yo me esforzaba por liberarme de las cadenas de aquellas tinieblas.
Desligándome del presente retrocedí en la corriente del tiempo y volví a verlas.
En mi mente volví a ver a mamá y a Jenny juntas, riendo alegremente. En aquellos lejanos días ese sonido había sido un deleite para mis oídos pero lamentablemente ahora eso no era más que un vago recuerdo.
Ahora ellas habían desaparecido de mi vida y mi existencia se había convertido en una terrible pesadilla.
Ese m*ldito b*stardo las había matado y luego había huido con gran facilidad.
Había conseguido escapar después de arrebatarme la razón de mi existencia con aquel acto de traición.
Pero yo no estaba dispuesto a dejar que las cosas se quedaran así: desahogaría mi ira en alguien.
Los recuerdos de ese trágico día aún ardían en mi cabeza como acero fundido, pues para mí era imposible olvidar todo aquello.
Jamás pensé que pudiera odiar tanto a alguien, hasta que la conocí. La odio por todo aquello que ella representa.
Lo único que yo deseaba hacer era destruir su vida lentamente hasta dejarla reducida a cenizas, de la misma forma en que me habían arrancado el corazón, y ahora había llegado la hora de hacer que ella pagara por mi sufrimiento. La haría sufrir sin piedad.
Sin embargo, extrañamente, yo llegaba a sentir compasión por ella.
En realidad sería más exacto decir que yo "casi" llegaba a compadecerme de ella.
Digo esto porque ella aún no tenía la menor idea de por qué estaba sufriendo, y yo ni siquiera había empezado con ella.
Cuando dije que había vuelto solo por ella lo dije en serio.
Abrí mi cajón para sacar una fotografía de ella, pues tengo muchas tiradas por ahí. Incluso durante los dos años durante los cuales yo había estado ausente había dejado gente encargada de vigilar todos sus movimientos, así que yo sabía a qué hora comía, a qué hora dormía, y hasta a qué hora se bañaba. Podría decirse que mi obsesión por ella se derivaba de un odio profundo.
Observé la foto sintiéndome muy agitado. Ella llevaba puesto un vestido con estampado de flores, tenía una gran sonrisa en su cara de aspecto inocente, su cabello castaño estaba alborotado por el viento y se veía despreocupada.
Probablemente había pensado que estaba libre de mí; hice una mueca sombría ante tal pensamiento.
Papá era reconocido como uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos. En el exterior éramos conocidos por tener varias sucursales de fábricas, aunque la verdad era muy diferente, pues habíamos logrado mantener en secreto el hecho de que hacíamos toda clase de negocios ilegales, que iban desde narcotráfico hasta tráfico sexual.
A una edad temprana yo ya había comenzado a hacer negocios sucios y ya había cometido muchas acciones indignas. Eso era lo que se esperaba de mí como uno de los herederos de mi papá. Tanto mi vida como la de mi hermano mayor, Sebastian, tenían ya un propósito bien definido.
La sonrisa de mamá y la de la pequeña y dulce Jenny eran mi única esperanza... una luz en la oscuridad para mi alma que ya estaba condenada.
Pero me habían sido arrebatadas en forma repentina, sin advertencias previas.
Su sangre había formado un charco; una bala atravesó la frente de mamá y sus ojos brillantes y vivaces ahora estaban en blanco y fríos. Ambas se desangraron hasta morir ante mis ojos. Yo tenía diez años y solo podía ver impotente cómo la vida se les escapaba sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
Y todo por culpa de la maldita traición de un hombre demasiado codicioso.
Sin embargo, papá había atrapado al traidor y había acabado con él mediante un balazo.
Pero me desagradaba que su muerte hubiese sido demasiado rápida, pues quería que él sufriera mucho, hasta el punto de que él suplicara que lo mataran.
Desde ese momento viví con el corazón lleno de odio y resentimiento.
Me había guardado todo aquello hasta el momento en que la conocí.
Había albergado todos esos sentimientos en mi interior hasta que descubrí una verdad oculta.
Esa verdad oculta era el hecho de que el traidor tenía una hija, así que aunque el traidor hubiera muerto hacía mucho tiempo yo aún podía descargar mi ira y resentimiento en su hija.
Aún recuerdo la primera vez que vi a aquella mujer.
Me pareció la criatura más hermosa que había visto jamás. En ese entonces ella solo tenía ocho años de edad.
Sus ojos cristalinos y puros le conferían a aquella criatura un aire de inocencia.
Era una verdadera lástima que ella tuviera que pagar las consecuencias del error que había cometido su padre.
Cada vez que veía su sonrisa y escuchaba su risa se me encogía el corazón de tristeza.
Me recordaba mucho a Jenny, lo que hacía que la despreciara aún más.
Algunos días sentía el deseo de dejarla en paz, teniendo en cuenta el hecho de que ella no tenía la culpa de mi enorme sufrimiento.
Pese a que lo intenté con todas mis fuerzas en realidad nunca pude....
Me había vuelto demasiado dependiente de ella; la necesitaba tanto como el oxígeno y, si bien lo intenté, no pude prescindir de ella.
El odio y la venganza invadían mi mente y mi corazón, primando sobre todo lo demás.
Por mucho que el odio nos uniera, ella no había dejado de ser mía.
Ya le había dado una advertencia a través de la golpiza que le había propinado a ese desgraciado. Debí hacer un gran esfuerzo para no matarlo.
Sin embargo, esa paliza no había sido más que una advertencia: la próxima vez no tendría piedad.
Ella debía darse cuenta de que me pertenecía para odiarla, para arruinarla, para destrozarla. Y nadie, ni siquiera yo mismo, podría salvarla de mí.